El timbre me indicaba que era hora de regresar a la sala. Me preparaba para los últimos suspiros de una semana agotadora que absorbía la última gota de entusiasmo que me quedaba para permanecer en la silla con la mitad del cuerpo prácticamente echado sobre la mesa. Cerré mis ojos y comencé a sentir la frecuencia de mis latidos y la saliva que se alojaba en mi boca.
Pero mi tranquilidad fue interrumpida por el sonido de las sillas arrastrándose sobre el piso mal encerado. Ahí, en la puerta se encontraba, recibiendo el libro que contenía mis esfuerzos en y noches en velas transformados en números. Mis ojos veían a un hombre pequeño, con pantalones de cotelé café, una camisa con líneas, su chomba azul sin mangas, junto a su abrigo de polar azul y su maletín azul en la mano derecha, que de no conocerlo bien me hubiera dado la impresión de un viejo gruñón: -Good morning- decía. Eran las 11:35 cuando comenzaba la ironía que por un momento me divertía. Entre sarcasmos y chistes fomes empecé con mi estado deplorable: la transpiración corría por mis puños como gotas por la ventana en un día de lluvia junto a un nerviosismo que recorría mis piernas como una pelota en una bajada. No sabía lo que ocurriría en 30 minutos más. Sólo que después de varios meses de sesiones me di cuenta que las palabras y las lágrimas eran gratis y no me importaba hacerlo público. Busqué entre mi mochila, infectada de papeles, uno que hace ya tiempo coleccionaba: contenía mi nombre, curso y una hora que ya se aproximaba.
Di un último vistazo hacia el jardín que se encontraba afuera y luego de analizarlo y volver la mirada a la sala me provocó una cierta satisfacción ya que por fin pude, con algo concreto, entender a los que me rodeaban, mi curso era un pequeño pero variado jardín en el que cada uno era una flor de diferentes tipos. Algunos nos encontrábamos más dañados que otros ya que no habíamos sido capaces de soportar los temporales en invierno, a otros le faltaban algunos pétalos y otros se encontraban secos, sin ánimo y sin brillo. Con esta imagen me quedé cuando decidí levantarme, con mi papel en mano lo puse frente al profesor y un tono amable y gracioso me dijo: Puedes ir. Recorrí los pasillos, unos cuantos gestos a la tía del kiosquito y a don Vicho y me dirigí a Orientación.
Llevaba una sopa en mi mente, ya no distinguía entre sentimientos y pensamientos, eran meses de palabras ahogadas bajo la vergüenza y de lágrimas que quedaron atrapadas en recuerdos vagos que llevaba en mi pecho oprimido, aferrados a mí el pegamento en un papel. Durante el camino escuchaba el coro de una canción, un tanto antigua que encontré por error en un programa pirata de mi computador: “Los caminos de la vida/ no son lo que yo esperaba/ no son lo que yo creía/ no son los que imaginaba/ los caminos de la vida/ son muy difícil de andarlos/ difícil de caminarlos/ y no encuentro la salida”. Tal frase, hace 3 años, no hubieran marcado mayor importancia, pero hoy no podía ignorar, era una liceana que me encontraba tomando decisiones pensando en cualquiera menos en mí, pensaba que si los demás estaban felices sería mejor a que uno solo esté feliz, total ya no estaría feliz si el resto no lo estaba. “Yo pensaba que la vida era distinta y cuando era chiquitita yo creía que las cosas eran fácil como ayer”, de alguna manera sentía deseos de volver a ser esa niña a la que no le llegaran la presión de las pruebas, tareas, trabajos, disertaciones… en fin, que no cargara con el peso de la rutina liceana.
Ya me encontraba frente a esa puerta que decía: “Orientación”, toqué y me abrió la puerta, era ella, siempre con su sonrisa amable y con un tono de confianza: adelante. Y entré. Crucé la puerta confiadamente, una intranquilidad me absorbía, ella me invitó a sentarme, lo hice decididamente, la silla parecía un imán que atraía al metal. En este instante ella cerró la puerta, como un lector que cierra su libro cuando lo ha terminado de leer, nada más que esta historia recién comenzaba.
12:40 y la puerta se vuelve a abrir, mi imagen era patética, la cara manchada de rojo, como si se hubiera quemado, nada más que era de tanto llorar. No quería regresar a la sala, iba a hacer lo que todos hacían durante el recreo: dar vueltas eternas por el liceo, pero luego recordé que me seguía un compañero delator, era el papel en el que estaba escrito mi hora de regreso. Retomé el camino a la sala 11. Las piernas me temblaban y sentía el pecho oprimido, ni el jardín que veía a mi derecha ni los papeles de confites que quedaron en el pasillo luego del recreo, me hicieron crear conciencia de que estaba en el liceo.
Llegué al final del pasillo y di la vuelta con la mirada agachada. Al levantarla hubo una imagen que vino a mis ojos y me sorprendió como aguacero en verano: La Javiera se encontraba en una silla junta a la Josy en medio del pasillo, eran las 12:45 del día viernes 10 de octubre. Con una cierta preocupación pregunté qué ocurría. Se desmayó- contestó la Josy. Esa palabra retumbó en mis oídos al mismo instante en que el teacher me preguntó: - Y a ti ¿qué te pasó?- nada- contesté yo para darle tranquilidad, sepultados habían quedado la ironía y los chistes fomes. -Ah- me dijo- ya pensé que…
En ese instante sus palabras quedaron flotando en el aire por los gritos de Felipe: -¡La Ingrid, la Ingrid!- apenas lo vi pasar enfrente mío cuando ya estaba al lado de ella, que no podía hablar y todos reunidos en círculo a su lado intentando ayudarla. Su imagen despertó mis nervios que se encontraban ocultos bajo mi piel y mis latidos se comenzaron a acelerar como un auto en una carrera de velocidad, mi saliva era indistinguible con el sabor amargo que permanecía en mi boca, las piernas me temblaban y algunos músculos se apretaron como la mano de un bebé que toma el dedo de su mamá, sólo sentí que caí en los brazos de alguien no sé de quién, pero alguien me sujetó. Eran las 12:50.
Luego de un instante en que no supe nada abrí un poco los ojos, pero no me podía mover, tenía tensionado todo el cuerpo y la boca acalambrada, no podía hablar. Sólo llorar y llorar era lo único que hacía. Al lado mío se encontraba el teacher, que hacía unas muecas por lo que estaba pasando, ya que durante mi desmayo la Josy también se sintió mal y tambaleaba un poco. Sentí que me levantaba, ya suponía que me encontraban en la camilla (prácticamente era mía) y entre destellos de visiones vi que me llevaron a inspectoría, para que estuviera tranquila y por oídos entró la melodía de la música clásica que anteriormente me la colocaban para, según el consejo de aquella señora, relajarme y estirar los músculos. No estaba apta para levantarme. Apenas, con ayuda de dos me pudieron levantar para llevarme al hospital. Durante el camino sentí que estaba en un laberinto y cuando llegué al hospital sentí solamente un pinchazo y una voz que dijo: “Licencia por 5 días, debe guardar reposo y tomar tratamiento sicológico, pasa por un cuadro de estrés y depresión”. Fue lo único que supe.
A los 4 días de lo ocurrido, decidí ir a darme una vuelta al liceo, pero no como estudiante, la licencia me lo impedía. Llegué justamente a la hora del segundo recreo, a las 11:15. Después de unos saludos y de unos gestos que me hicieron para interrogarme indirectamente el porqué de lo ocurrido. Ya era la hora que me entregaran las noticias atrasadas: la Vicky después de ayudar y preocuparse de todas, en la puerta del liceo se desmayó. Al parecer los problemas personales y estudiantiles habían dejado su huella. “Efecto dominó” lo llamaron algunos, bromearon y rieron con lo ocurrido, pero de entre la multitud de estudiantes que durante el recreo daban vueltas eternas sin rumbo, lo distinguí a él con sus pantalones café de cotelé, chomba azul sin mangas, abrigo de polar azul y su maletín azul en la mano derecha: ¿Y cómo estamos?- preguntó con su tono alegre característico-Mmmm…bien…supongo- (dije para mí).Luego del timbre me tomé la libertad de ir a la sala un momento, necesitaba conversar con alguien.
Entré, nadie se dio cuenta, estaban muy concentrados en la lectura diaria, nadie quería dejar descubierta su falta de atención para que no viniera el monitor de lectura con su bombardeo de preguntas. Me fui al final de la sala y le toqué la espalda a dos compañeros, pidiéndoles que guardaran silencio para que no demostraran su sorpresa, o más bien, susto de verme. Miré hacia fuera de la ventana, volví la mirada y contemplé mi jardín.
ISABEL FONTAINE
|