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En uno de sus cuentos (El club de los suicidas) Stevenson dice que es el temor y no el amor la pasión más fuerte. En las circunstancias en que me encuentro, no puedo dejar de considerar esta cita. Siento miedo de los ruidos que provienen de afuera. El viento grita. O la gente. Ya no sé bien qué sea. Hay algo fuerte en mí, aquello que me hace abrir los ojos ante el horror (aunque no llego a hacerlo), que me incita a correr la cortina y ver, ver con mis ojos, qué es lo que está pasando. Trato de apaciguarme pensando racionalmente. No me cuesta demasiado, pues siempre he sido racionalista. No creo en la vida eterna, ni en dios, ni en la reencarnación, ni en la felicidad. El amor me parece algo igual de momentáneo como breve. Si bien es cierto soy poco o nada sociable, es lo que creo producto de reiteradas meditaciones. Pero ante el miedo, ante el miedo no es posible controlarse. El miedo se tiene y no se pierde. Si hay algo que muta en él, es el simple hecho de que crece. Tampoco creo en las terapias de rehabilitación. Si alguien teme a las arañas o a los lugares cerrados por algún motivo sepultado en el subconsciente, ¿cómo podría perderse del todo? No veo la posibilidad. Las mentes más resistentes sucumben ante el miedo porque el miedo es la materialización de nuestra necesidad insatisfecha de respuestas. No es posible no asustarse en la oscuridad, ya que no tenemos ojos en la espalda ni tampoco visión infrarroja. Tal vez si nuestras capacidades fueran menos limitadas, seríamos entonces más valientes. En realidad, más bien me parece que no: en ese caso, nuevos miedos aparecerían.

Algo ha golpeado la ventana con fuerza. Realmente no quiero saber qué es. Pero debo conservar la calma.

Y ocurre otra vez. No quiero que vuelva a hacerlo, sea lo que sea lo que lo hace.

De pronto me da por pensar en el infinito. Esa idea subyace a todo lo que conocemos. El infinito no es otra cosa que la imposibilidad de medir un inconmensurable finito. Sólo esa idea me resulta horripilante. Ahora me parece que esos gritos, la lluvia y ese viento son infinitamente terribles.

Grito. Es una válvula de regulación de la tensión y el dolor que funciona tanto más si es involuntario. Y luego algo grita fuera con una voz como desgarrada por un gancho. Y ha gritado mi nombre:

-¡Efrén!

Estoy a oscuras. Temo prender la luz y llamar la atención. No reconozco esa voz, ni siquiera en su forma, y prefiero pensar que nada fuera de esta habitación sabe que estoy aquí.

Pienso en dos cosas. Más bien en tres. La primera: había dicho que en la oscuridad no es posible no asustarse; debería agregar la excepción: cuando se está en las sombras y algo peor acecha, la oscuridad es más bien un refugio, como ocultarse bajo las sábanas de los crujidos nocturnos de los muebles. La segunda: pienso en contrapesar esos dos impulsos de los que habla Stevenson en su cuento y sí: el impulso por la vida es más fuerte, sin duda, que el impulso por el placer, lo que ya es mucho decir. Tercero y absurdo: a pesar de que no sería capaz de suicidarme, nunca le he temido a la muerte y sin embargo estoy aterrado. Quizá me equivocaba sobre mí mismo. ¡Qué consigue la racionalidad sobre esta base empírica!

La ventana se rompe, alguien lo ha hecho y penetra una ráfaga de viento helado. Entonces una mano musgosa, putrefacta, se asoma y el colmo del absurdo ocurre cuando mi mente comienza a reproducir O fortuna de Carl Orff: Soy un miserable.

En cuestión de segundos la cosa ha roto el vidrio y el silbido, los gritos y los demás ruidos se han apoderado de la habitación. La bestia se mueve tras el cortinaje, puedo verla desde aquí, bajo el escritorio, con la luz de la luna. Los manotazos llegan al final de la cortina y no puedo terminar de creer lo que veo: la cosa más horrible: es un muerto que camina. Su olor me llega como un latigazo. Ahogo un grito no entiendo cómo y siento náuseas. Es un zombi, un rastrojo que ha entrado silencioso. De pronto se estremecen los restos de ventanas y una legión de bestias comienza a penetrar. Me huelen. Su hedor es insoportable y vomito. Puedo sentir mi corazón tratando de escapar. Ya me han notado. Saben dónde estoy y se dirigen hasta mí. Trato de mantener la calma aún, pero no entiendo para qué. Estúpidamente pienso en una nueva pieza musical, el cancán del Orfeo en los infiernos.

Uno de ellos me agarra un brazo.


Texto agregado el 22-04-2009, y leído por 389 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
08-03-2012 Muy bueno, un gusto leerlo. No te preocupes si te agarró el brazo, a los zombies les encanta bailar can can NeweN
07-08-2009 Se lee con interés. ¡Macabro! galadrielle
18-06-2009 La redacciòn es digna de un wikipedista. Como método para combatir el ocio es buena lectura. Para lo demás es una mierda. Zambombo
07-05-2009 Ah, la pucha, la próxima vez que me dé miedo a la oscuridad, mejor enciendo la luz, jaja. Muy bueno Saludos Dhingy
05-05-2009 valor o cobardia. Al final nadie escapa de su destino :O( juevesanto
24-04-2009 Y luego...los hombres retornaron y encontraron sus cuerpos suspendidos en medio de la noche. 5* jugama
24-04-2009 ***** wau el tema es de mi gusto, el desenlace es original y bien descrito. magaoliveira
22-04-2009 ¡¡Impresionanate!! ************ tequendama
 
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