Despertó cansado de dormir. Esa era su señal, su despertador. Su día comenzaba cuando le dolía el cuerpo por no utilizarlo. Por lo general esto sucedía pasado el mediodía, aunque muchas veces lo hacía caída la noche o en plena madrugada.
Sin ver la hora desayunó. Tomó un vaso de café frío y una rodaja de pan que resultó estar mucho más blanda de lo que había imaginado.
Sin ver la hora se vistió: pantalón, remera y ojotas.
Y sin ver la hora se fue a trabajar. Trabajaba en Constitución, cambiándole dinero a quienes necesitaban monedas para el colectivo. Recibía un billete de dos pesos y daba a cambio un peso con cincuenta en monedas. Sus clientes perdían cincuenta centavos y se olvidaban del problema de la falta de monedas. Él ganaba cincuenta centavos y sobrevivía. Y sobrevivía sin romperse trabajando para otros, siendo él su propio jefe, siendo él quien debía autorizar las llegadas tarde, las salidas temprano, quien fijaba la carga horaria y el momento para comer, fumar, mear, coger y dormir.
Sus primeros clientes del día tardaron en llegar, pero le generaron una ganancia de casi diez pesos. Y sin ver la hora almorzó: un sándwich de milanesa y una cerveza, sentado en el banco de una plaza bajo la luz de la luna y las estrellas.
Ya con el estómago lleno, sin ver la hora durmió una siesta en el banco en que se hallaba.
Despertó con el ruido del choque de un colectivo de la línea 97 con uno de la 84. Sin ver la hora volvió al trabajo. En este segundo turno el negocio marchaba mucho mejor; en pocos minutos se formó una fila de unas cincuenta personas procurando sus servicios. Atendió a unos cuantos y se disculpó con los restantes pues debía ausentarse un momento. Y sin ver la hora fue al baño de un bar. Al volver, la fila se había desvanecido, pero rápidamente se rearmó. Sus clientes se amontonaban desesperadamente, peleaban entre ellos para conseguir cambio primero, se estresaban, gritaban, sufrían. Parece que estaban llegando tarde al trabajo. Perderían el premio por presentismo; o se ganarían un regaño que perjudicaría su deseado ascenso; o tendrían que quedarse más tiempo para finalizar alguna tarea. Era la bendita hora pico, la de los choques de colectivos y de las personas con relojes.
Y sin ver la hora decidió que era suficiente el trabajo realizado. Algún atrevido le pidió que se quede más tiempo, que no podía irse en ese momento, con tanta gente que lo necesitaba, con tanto trabajo. Rió.
Se sentó en otro banco en otra plaza y sin ver la hora cenó: un alfajor, un pebete y una cerveza que no tardó en calentarse por los fuertes rayos del sol.
Caminó un par de cuadras y dio con una prostituta paraguaya que ya había probado en otras oportunidades. Su cara demacrada denotaba el fin de una ardua jornada laboral. Y pese a que sabía que estaría encantada de realizar un último servicio, optó por no hacerla trabajar después de hora. |