Bien pude no haberlo dicho. Pero el padre de mi chica se me había atravesado como un punzón en las vértebras. Era la novena o décima vez en menos de media hora que la gritoneaba como si le hablase a un militar. La culpa fue de ella. No quiso dejar el salero en la mesa y se lo puso en la mano, y él, un hombre supersticioso, lo recibió sin antes pensar en la mala suerte que ello conllevaba. Ése fue el primer grito. Tragamos la carne, bebimos del vino, todo en silencio. Llamaron por teléfono y le avisaron al padre que el negocio que tenía se había caído sorpresivamente. Ahí vinieron los otros gritos. Ahí vino otro silencio, más largo, más amargo, más profundo. Entonces le dije yo que si quería la sal poco le costaba a él estirar el brazo y cogerla por sí mismo. Todos se quedaron mudos. Mi chica me dio un puntapié por debajo de la mesa. No. No voy a pedir disculpas, por si eso es lo que quieren que haga, dije y el hombre se levantó de su silla y yo también lo hice. Me miró fijo. Sentí un hielo recorrer mi estómago y subir hasta mi boca. Se acercó. Era más alto que yo. Nadie decía nada. Él seguía mirándome, fijo, glacial, fuerte. El hielo ahora recorría mis muslos, mis rodillas, mis pies. La radio tocaba un bolero. El padre respiraba hondo y echaba un aire tibio que me caía en los ojos. Trataba de que no me temblaran las piernas. Trataba de respirar, de tragar aire, de hacer que alguien dijera basta. Imaginé a mi chica, con su boca abierta, inmóvil. Imaginé a la madre, rezando, tratando de sacar palabras de su boca. Cinco, cuatro, tres, dos, uno; se oyeron las bocinas de los autos, el himno nacional, los descorches de champaña. Empuñé mi mano y me preparé. Era un nuevo año. |