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Al abuelo pocos lo aguantábamos. Cumplía setenta y siete años ese miércoles nueve de marzo. Nos abrió la puerta la madrina de uno de mis tíos, la mejor amiga de mi abuela, la tía, según la llamaban mis otros tíos, en otros días. Por supuesto que luego de doce años de amarse con el abuelo en el silencio de una biblioteca o sobre los pastos del parque público, dejó de ser la tía, la madrina, la amiga. La abuela los encontró una tarde de agosto muy de la mano, besuqueándose en un autobús. El resto de la historia está de más. Buenas tardes, señora Ruth, le dije. Sonrío y abrazó primero a mamá, le susurró al oído algunas cosas, la volvió a abrazar y gritó muy fuerte ¡Jorge!
El abuelo estaba vestido con una camisola amarilla y unos pantalones de gabardina, zapatos cafés, el pelo largo y color plata, con unos rizos de peluquería que disimulaban su calvicie. Parecía un canario. Le dije feliz cumpleaños, y el viejo se apoyó en mi hombro y me palmoteó la espalda con ritmo fúnebre. Luego salió a la calle, echó un vistazo hacia un lado y hacia el otro y convencido de que nadie más vendría cerró la reja y entró en la casa.
La señora del abuelo descorchó una botella de champaña. Brindamos. Dijimos cosas. Luego mamá le dijo al abuelo que setenta y siete años era mucho, pero que en él parecían poco. Mamá quiso decir que se veía más joven de lo que era. El comentario nadie más que yo lo entendió y el abuelo comenzó a disculparse por no haber tomado todavía sus maletas y haberse marchado a una estrella como creía que todos querían que lo hiciera. Se excusó primero en que la diabetes le había entrado muy de viejo. Ya no se lo comería como se comió a su hermano. Lo segundo que dijo fue que su madre vivió hasta los noventa. Terminó con un buen trago de champaña y un suspiro largo. Estoy viviendo de regalo, dijo después.
Mamá le dio los saludos y las excusas de mis tíos. Usted sabe, papá, es lunes, le dijo. Los lunes pasan muchas cosas, dijo el abuelo. Los lunes habla el presidente, canta Gardel en la radio y nace gente como yo, agregó. Bebió otra copa y me miró en seco. Me preguntó cuándo había sido la última vez que había ido a misa. Luego me dijo que tenía que creer en algo, que la salvación era una probabilidad matemática, una lotería. Porque de muerto puedes hallarte en el mejor de los casos con San Pedro, y en el peor con algún Dios pagano que te mande allá donde los paganos creen que van los que no creen, me dijo. Por eso el abuelo creía que de entre todas las creencias había que escoger una no tan radical y lo más compatible con otras. Iba a la misa de domingo, leía la palabra en el altar y hacía dupla en la brisca con el cura Wilson. Sin duda sabía lo que hacía. Y si no hay nada más que carne y desaparecemos en la tierra como un gato o un perro, le dije al abuelo. Eso es lo mejor que pudiera pasarle a uno, contestó él. Mi madre dijo que quien obra bien nada teme. La mujer del abuelo asintió con la cabeza, la mirada fría, fija. El abuelo entró en cólera, puso esa cara de “cómo pueden ser tan estúpidos” que le ponía a los vendedores que lo llamaban abuelito o a los que hablaban con diminutivos y se enrojeció desde los pies hasta su pelo color plata. Eso es precisamente a lo que temo, dijo el abuelo. A lo que para mí sea bueno, pero que para ese tipo musulmán, budista o quien sea que esté más allá, no lo sea. Mamá habló de valores universales. El abuelo se puso de pie, estiro una mano y me apuntó con ella, y preguntó ¿Piensa como su madre? No lo sé, le dije yo. Luego comió una galleta, tomó su regalo, hizo una mueca de asco, dijo “por Dios”, y subió por la escalera. Gracias por venir, alcanzamos a oírle.
De todos modos comimos torta. Era de hoja con manjar, nueces y crema chantilly y haberla dejado ahí tirada para festín de hormigas no me lo hubiera perdonado jamás. No cantamos el cumpleaños feliz ni el abuelo sopló las velas. El abuelo estaba en su pieza, durmiendo una siesta, cogiendo su equipaje, sus libros, sus óleos, viajando hacia su estrella. Su mujer lo halló por la noche.
A mamá le tocó pagar los gastos del velorio, impedir que mis tíos lincharan a la viuda del abuelo y, además, debió decir unas palabras en la iglesia. No olvidó decir en el discurso que el abuelo murió bien, feliz, festejado. En ese momento la gente de la iglesia soltó un suspiro largo y quejumbroso. Yo no pude contener la risa. Salí a la calle, encendí un cigarrillo y me preparé.
El pésame se lo daban a mi abuela, a la viuda del abuelo y a otra señora que cargaba unos gemelos que presuntamente eran también mis tíos. Llegó el cuerpo de bomberos y formaron filas tras la carroza fúnebre. Más atrás iba el alcalde, el cura wilson, medio borracho aún, el Afuerino, un curso del liceo del pueblo, trabajadores de la fábrica de papeles y una manada de perros vagos.
Una vez que bajaron el ataúd, que la abuela botó sus últimas lágrimas, que los tíos maldijeron por última vez al abuelo, y que la viuda del abuelo fue vista en el pueblo, la calma se hizo eterna, con propiedad, como un cáncer de paz, y más nadie en la familia, en el pueblo, en el mundo, volvió a recordar al viejo. Salvo la abuela.

Texto agregado el 21-04-2009, y leído por 117 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-04-2009 Hace mucho que no leía un cuento tan completo. Felicidades. MariucaTorres
 
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