El viejo almacén de campo fue reciclado cuidadosamente, sus nuevos propietarios provenientes de la Capital, querían hacer un restaurant campestre, el turismo rural era la nueva moda.
Martín fue el encargado de seleccionar lo que quedaría original del lugar. Lo primero que llamó su atención era el enorme mostrador de roble gastado por el paso del tiempo y castigado por los golpes de algún parroquiano borracho, vasos húmedos que dejaban su rastro de ginebra, alguien que dejo su muesca a cuchillo en la madera, y por todos lados el rastro del trapo sucio del turco, antiguo propietario del lugar, que extendía la mugre con su rejilla para servir otra copa. Detrás del mostrador una estantería del mismo material y un espejo con manchas del tiempo, donde se habrían mirado tantos gauchos que hoy se encuentran en el cementerio local, o son alguna cruz en el camino. Martín se dijo, el mostrador y la estantería con su espejo quedan. El techo del local era un problema, cuatro metros arriba, alguna mancha producto de unas chapas oxidadas, y un ventilador inglés de hierro y bronce, el ventilador queda se dijo, el techo voy a consultar que hacemos, y así continuó recorriendo, enamorándose de las antiguas y pequeñas mesas llenas de historias, de las sillas thonet, del piso calcáreo con arabescos, la ventana a la calle a guillotina, trabada por la mugre pero recuperable, y las paredes de adobe que al golpearlas para ver su resistencia sonaban como un tambor. Había mucho por hacer, por supuesto baño no tenía, es decir el que tenía no servía, una letrina a treinta metros del local cercana al gallinero, maloliente siniestra, habría que tirarla.
Se encararon los trabajos, Martín tenía buenas ideas y el lugar fue tomando forma, se hizo una hermosa cocina estilo campo, se revocó y pintó el salón, se ambientó con fotos de domas, bozales, lazos, frenos, arañas hechas con ruedas de sulky, si hicieron dos bonitos baños, una bodega a la vista, un asador circular afuera cerca de la entrada, se respetó el antiguo palenque para mantener el estilo campestre y se plantaron unas acacias para futura sombra de los vehículos de los turistas. Remató todo un gran cartel que decía “Restaurant de Campo La Candelaria”. ese fue quizá el primer error, el segundo fue sacar la imagen del Gauchito Gil y La Difunta Correa que el Turco tenía en un rincón del boliche, más de uno dijo que eso les traería mala suerte, pero para un hombre de ciudad esas son estupideces. El lugar había quedado magnífico.
La inauguración fue un éxito, de concurrencia, los habitantes de los aledaños con poder adquisitivo fueron invitados, y un selecto grupo de un country cercano, y algunos pocos propietarios de chacras del lugar. Los niños jugaban en el parque a la sombra de un viejo paraíso. Unos costillares al asador, tres lechones, dos corderos y achuras crujían crocantes sobre las brasas de quebracho colorado, todo fue disfrutado por los comensales, el vino tinto corrió a canilla libre y los pastelitos de dulce de membrillo fueron el toque de repostería autóctona. Martín y sus socios estaban felices.
Poco duró la alegría, es sabido que el porteño no es del todo bien mirado en el campo, pero además, haberle cambiado el nombre a un boliche conocido como El Almacén del Turco desde hace sesenta años, no le gustaba a los locales, y lo peor ¿dónde estaba El Gauchito Gil y La Difunta? Eso ya era intolerable para ellos.
Primero comenzó como un rumor suave, se corrió la voz de que por las noches se veía atrás de lo del Turco, - nadie le decía La Candelaria-, la luz mala, luego pasó de boca en boca, le agregaron que esa luz era el espíritu del Turco enojado con los cambios, y que habían quemado las imágenes del Gauchito y La Difunta. Los primeros en dejar de ir al restaurant fueron los lugareños, luego comenzó a renunciar el personal, la Ramona y la Sofía mozas criollazas y simpáticas que hacían las delicias de los comensales fueron sinceras, tenemos miedo dijeron y se fueron, luego fue el turno del asador gran perdida, los lechones que hacía, eran manjares. Todo aconteció un viernes.
El sábado fue terrible, los del country llegaron en malón, a ellos no les importaban las habladurías, es mas ni enterados estaban, solo sabían que en La Candelaria se comía muy bien. Martín ese día era el asador, no habían conseguido a nadie, tenía los lechones crudos, el costillar calcinado y los chorizos parecían carbón, sus socios hacían malabares entre las mesas oficiando de mozos, no tenían ni idea, fue un fracaso total, quejas, malas caras, gente que juro no volver, poca caja, malasangre y reunión de socios para tomar decisiones, traeremos gente contratada de Bs.As. y listo, todo se va a arreglar.
Aunque parezca mentira, también se conversó del nombre del local, del Gauchito Gil, La Difunta Correa y la luz mala, los socios de Martín opinaron que esas cosas eran pavadas, supersticiones de ignorantes dijeron, Martín era más sensible, ya a esa altura dudaba. Esa noche volvieron en su 4x4 a Bs. As. Martín se quedó en La Candelaria, a las cuatro de la mañana lo llamaron del destacamento, el accidente había sido fatal, sus socios chocaron a la altura de Cañuelas con un camión de hacienda, murieron en el acto, el camionero se salvó, contó que una extraña luz cruzó la ruta a la altura de donde están las banderas rojas del Gauchito Gil y las botellas de La Difunta Correa, a lo mejor eso los distrajo y se me vinieron encima, no lo pude evitar decía mientras lloraba amargamente.
• El Gauchito Gil y La Difunta Correa pertenecen al santoral profano. Tienen innumerables seguidores y se cuentas historias de favores recibidos por su invocación. En muchas zonas del país, sobre todo en el interior, son venerados por sus seguidores, y se levantan improvisados altares en la ruta en honor de ellos.
• Luz mala: inspiraba terror supersticioso en el campo, y era comentado en los fogones.
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