A veces pienso que me recuerdas, por conformidad, por negarme a caer al abismo triste y oscuro de los primeros días de soledad. Aún habita en mí la melancolía, dizfrazada con sonrisas después de seis años de tu partida. Evito verte en la pesadilla de los fines de semana en que vienes a buscar a los niños esperándolos en el auto, alguna vez te divisé a través del visillo de mi dormitorio. Desvanecido mí encono, enterrados mis odios, aún me humilla saber que no te he olvidado y creer que me recuerdas más allá de ser la madre de tus hijos. No nos separamos de común acuerdo, me abandonaste, queriendo borrar los años compartidos, los días felices y las desazones como el llanto de nuestra hija que frustraba nuestra pasión en momentos precisos. Decepcionado te dormías. Volvía a tu lado para sentir el ritmo de tu respiración.
Al día siguiente nos mirábamos y sin decir palabra nos reíamos y abrazados contemplábamos a ese ser tan pequeño y tan nuestro. Y tus brazos eran tan largos para envolverme y sentír la tibieza de tu cuerpo y veía promesas en tus ojos. Te sentía tan mío.
Aún sonreímos en casa, después de nuestras respectivas labores y superados los problemas de nuestra hija o de su hermano menor y la risa dejó de ser fácil y a veces tu ceño se fruncía al solicitar tu apoyo. Tus pensamientos parecían estar tan lejos que al hablarte te sobresaltabas y yo infeliz creía que era tu cansancio.
Y me impactó tu súbita locura, cortaste nuestras raices y me apartaste de tu vida brusca e inesperadamente. Desapareció tu gentileza y corrección. Increíble que la madurez te trajo un ardiente otoño, permitiendote probar tu atracción con mujeres más jóvenes y así una noche nos acostamos a dormír, como siempre, tú, cansado por el trabajo mental de la oficina y fisicamente por que el gimnasio te relajaba y te daba sueño.
Hoy no vienes a buscar los niños, a los que siempre esperas en el auto, debemos conversar de los hijos que han crecido, del colegio, del dinero, de sus necesidades y me esperas en esta casa, la que fue tu casa, a la que no entrabas. Aburrido te descalzas y te tiendes en mí cama, la que dejó de ser tu cama, desordenas mis almohadas y te duermes con mí camisón asido con tu mano, respirando mí olor.
SILVIA PARRA
|