LOS OJOS DE ANNA
La encontré desnuda, recostada en la orilla de aquella playa desierta. Los rayos de sol palidecían más su piel de porcelana, casi transparente, sus hombros cubiertos de pecas me recordaban algo que no alcanzaba a entender.
El rostro envuelto por cabellos lacios y oscuros, que se agitaban de un extremo a otro por la brisa del atardecer. Podía apreciar unos labios carnosos entreabiertos y una minúscula nariz.
Sugería no advertir mi presencia. Estaba desconcertado, había naufragado en aquel lugar, me encontraba lejos de mi familia, de mi mujer. No lograba recordar cuánto tiempo había transcurrido hasta llegar ahí. Pero verla a ella: apacible, callada, tan blanca, cual niña colando la arena entre sus dedos, me hacían permanecer en el mismo lugar como espectador del más bello y entrañable paisaje de ensueño.
Las olas golpeaban mis ropas deshechas, había perdido mis botas y mi equipaje. Venciendo la timidez me acerqué un poco más hacia esta mujer. Al verme frente a ella, empinó la mirada y pude contemplar sus ojos expresivos y una vez más me paralicé, sin ser capaz de pronunciar murmullo alguno.
-Me llamo Anna. Antes que lo preguntes estamos solos en esta isla.
-¿Cómo se llama este lugar?
-No lo sé.
-¿Vives aquí?
-Sí.
-¿Hace mucho?
-Sí.
-¿Por qué no buscas una salida?
-Estaba esperando…
-¿Qué?
-A ti.
Me quedé más sorprendido que en un principio, quise preguntarle muchas cosas. Jamás la había visto en mi vida. Sin embargo, me resultaba familiar su rostro, su piel, aquellos inmensos ojos llenos de dolor y angustia. Parecía no percatarse de su desnudez, se levantó y sacudió la arena seca de sus caderas, despejó el cabello de la cara y me condujo hacía su mundo.
No hablamos durante el camino, ella me conducía hacia lo desconocido. De vez en cuando volteaba el rostro regalándome una sonrisa, y esa expresión de tristeza que tuvo en un principio desapareció, siendo reemplazada por una picardía infantil.
A partir de ese momento Anna se dedicó a mí en cuerpo y alma. Curó mis heridas con dulces y apasionados besos, acariciaba mi cabello con la ternura de una madre. Me mostró de todas las maneras posibles el gran amor que sentía por mí. Procuraba entretenerme las veinticuatro horas del día, para que mis pensamientos no divagaran y muy pronto sentí que pertenecía a su mundo.
Caminábamos desnudos por la orilla, le contaba de mi vida en la ciudad, de mis grandes planes a futuro postergados hasta que alguien nos rescatara de aquél lugar. Eso parecía importar poco en cuanto posaba esos enormes ojos cafés en los míos. Quitó mis miedos, los escondió en un lugar inalcanzable. Me enseñó a confiar. A volar...
Tocar la suave piel de Anna después de hacer el amor, me daba paz. Se entregaba con ternura y pasión. Me robaba besos y caricias que no estaba acostumbrado a dar. Cada día que pasaba a su lado me acercaba más a la idea de no retornar a esa vida mía antes de Anna.
No recuerdo cuánto tiempo pasamos juntos en ese paraíso terrenal. Fue lo suficiente para que usurpara parte de mi ser y permaneciera por siempre en mí.
Nos quedados dormidos a la puesta del sol, luego de hacer el amor como tantos atardeceres. Permanecía su sabor en mis labios cuando desperté y no la hallé a mi lado.
Anna estaba sentada de espaldas contemplando el mar. La mirada fija en el horizonte. Estaba llorando en silencio, se ahogaba en sus propias lágrimas. Quise acercarme y enjugar sus lágrimas con besos. Mis brazos no llegaban a ella, cada vez la veía más y más lejos de mi alcance a pesar del esfuerzo.
Recuerdo que volteó a verme por última vez y esos enormes ojos que me cautivaban me dieron el Adiós. Su imagen se convirtió en sombra. Mi alma parecía retornar al cuerpo cuando desperté de un salto. Estaba sudando y murmuraba su nombre, buscándola.
Una cálida mano tocó mi rostro, abrí los ojos con la esperanza de un mal sueño. De verla rescatándome de mi pesadilla. No era Anna.
Me incorporé en la cama y reconocí cada uno de los muebles de mi habitación. Había vuelto.
Pasé muchos días con el recuerdo de aquel sueño maravilloso. La risa de Anna me perseguía día y noche. Advertía el perfume de su piel. Extrañaba sus caricias, las largas caminatas por la orilla. Sus juegos de niña traviesa, sus largos cabellos enredados en los míos. Esos abrazos interminables. Sus colosales ojos cafés.
Durante algún tiempo traté de seguir mi vida obviando su recuerdo. Pero en las noches, mientras dormía, percibía ese olor a mar, a fruta fresca, a Anna. Y la contemplaba desnuda, dando una caminata por nuestra playa, dibujando figuras en la arena, iluminada por la luna. Mirando el confín, esperando por mí nuevamente.
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