PIES DESCALZOS
Dante es un hombre medianamente maduro, vive solo en un pequeño apartamento rentado con un único acompañante: un perro llamado Jano, de raza mediana, el cual lo espera todas las noches al regresar del trabajo. Jano lo hace sentir menos solo en aquel apartamento. No fue idea suya el tenerlo a su lado.
La madre de Dante, que vivía a un par de ciudades de distancia le llevó a Jano para el día de su cumpleaños, ya dos años atrás; preocupada a más no poder de la salud mental de su hijo a quien no le conocía novia alguna desde que se mudó del seno familiar para iniciar su vida de hombre adulto.
Como la mayor parte del tiempo, Dante no discutía las decisiones de su madre. Era una de las pocas-por no decir la única mujer-que tenía cabida en su vida. Ya que Dante tenía algunas particularidades que había adoptado en el curso de los años. Si bien era un tipo sociable en el trabajo, ninguno de sus compañeros conocía su domicilio. Este lugar era sagrado y no lo compartía con nadie.
Después de un largo día de trabajo, disfrutaba el regresar a su hogar. Jano lo aguardaba impaciente moviendo la cola en la puerta de entrada y así lo perseguía por el resto de la noche sin que le hiciera Dante el menor caso.
A pesar de vivir solo, revisaba que todo esté en orden a su llegada, pues una mujer mayor, amiga de su madre iba diariamente a limpiar el apartamento y se encargaba además de alimentar y pasear a Jano durante las horas en las que él se encontraba en la oficina. Maria tenía la orden expresa de retirarse del apartamento media hora antes del retorno de Dante. De esa manera evitaban ambos cualquier cruce de palabras, lo que le facilitaba las cosas a él.
Se dirigía maquinalmente a la cocina, abría el refrigerador y sacaba dos cervezas en lata, tomaba un posavasos del estante, prendía la TV de su habitación y saltaba de canal en canal hasta encontrar algo que llamara su atención. Casi siempre era una serie de acción o un partido de fútbol repetido. Su perro Jano se quedaba al pie de la cama contemplado a su amo, esperando una palmada o una señal de cariño que nunca llegaba.
A Dante le era indiferente cualquier muestra de afecto de su mascota. Para él satisfacer su necesidad de afecto, consistía en ir un viernes al mes después del laburo al Bar del Centro en busca de una aventura casual. Por lo general, escogía a una de las mujeres de la barra. Esas que aguardan por los hombres que ingresan a la medianoche, enviándoles con la mirada una señal de aceptación, la cual bastaba para que se sentaran a su lado: “las desesperadas” las llamaba Dante. Un par de conversaciones triviales y acababan la noche en un hotel de dos estrellas. Nada de compromisos, ni relaciones duraderas. Bobadas, decía.
Recordó el viernes pasado, y a la morena que flirteó esa noche. Al rememorar hizo una mueca de desagrado con el labio inferior. Mientras él contaba a qué se dedicaba, ella de un momento a otro, empezó a abordar temas de familia, y del embarazo de su mejor amiga. Detonante que lo empujó a una retirada sin ser visto y tomar el primer taxi fuera del local. Terminó esa noche solo. Bebió un sorbo de cerveza y suspiro al recordar su huida: Mejor solo.
Sus pensamientos empezaron a divagar un poco más allá después de la segunda lata de cerveza. Mientras veía correr por un balón a los jugadores en la TV, se imagino a aquella morena junto a él en la cama. Si estuviera ahí le estaría contando sobre su día de trabajo, sobre la cita con el estilista, los chismes de sus amigas de toda la vida del colegio, etc, etc, etc. Demasiada información para él. No, no estaba preparado para eso. De repente más adelante. Hoy no.
Religiosamente dedicaba cuarenta y cinco minutos a su aseo personal, al terminar apagaba todas las luces, y dejaba entreabierta la puerta de su habitación (costumbre heredada de sus padres).
El silencio de la madrugada era interrumpido por un sonido ya reconocido más no por eso aceptado de su perro dando ligeros trotes con sus pequeñas patitas de un lado a otro por el piso.
Dante tenía un oído tan agudo que este ruido semejante a pequeños pies descalzos dando minúsculos pasos en el porselanato, era más que suficiente para interrumpir su letargo nocturno.
¡Jano, a la cocina!
De pronto, al pronunciar esta frase con tono enfático, las diminutas pisadas se detenían por cuestión de microsegundos, paso seguido se dirigían hacia la cocina-lavandería.
En ocasiones, Jano volvía a salir después de unos minutos que suponía su dueño había recuperado el sueño para hacer exactamente lo mismo. Era en esos momentos que Dante se levantaba molesto por la interrupción para cerciorarse esta vez que Jano se quedara encerrado en la cocina.
Como era de esperarse, esa madrugada comenzó Jano con su paseo nocturno habitual por todo el apartamento. Dante que no gozaba de buen humor, se levantó furioso en medio de la oscuridad, revisó su reloj de luz en la mesa de noche, marcaba las tres y media.
-Que ganas de joderme el sueño todas las noches la de este perro-se decía asimismo en voz alta, esperando inútilmente que alguien apoyara la moción.
Esta sería la última vez, lo dejaría de aquí en adelante encerrado en la cocina todas las noches, aunque le dé esa mirada, con esos ojos de perro triste. Ya no tendría piedad, o era el perro o era él.
Se dirigió al pasadizo que interconectaba las habitaciones y tomó el mango de la puerta de la cocina, gritando esta vez la célebre frase a Jano. A lo que el perro muy obediente avanzaba detrás de él para ingresar a su celda programada.
Pero no ingresó, se quedó en el umbral de la puerta moviendo la cola contemplando hacía el otro extremo, a espaldas de Dante. Su amo lo observaba extrañado, Jano empezó a ladrar hacia el pasadizo. Iba a repetir la frase para que terminara de entrar a la cocina y encerrarlo de una buena vez. De repente, escuchó con esos oídos agudos que tenía un par de pequeños pies descalzos que corrían en dirección a él.
Dante no volteó, miró fijamente a su perro sin dar cuenta de lo que estaba sucediendo. Quedó paralizado, sintiendo como poco a poco su espalda se erizaba. Esperando temeroso en medio de la oscuridad que aquellos pies descalzos lleguen a su destino final: la cocina.
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