La perra blanca ladra en el antejardín creyéndose dueña del palacio que sabe bien que no gobierna. Los rapaces se burlan porque está medio vieja y se parece a su ama que desde la ventana lanza piedras para hacerla callar y ella jura que cada pedruzco es un reconocimiento a su vida sometida en esa palabrería inútil que se lleva por delante sin siquiera saber la razón de sus gritos cuando ya se encuentra sola, abandonada, al cuidado de las ranas en las charcas que retozan y quieren alcanzar el sol.

La perra blanca no crece más, se alimenta de basura y ladra sin parar. Va de un lado a otro sin saber que pronto el fin llegará, mientras tanto en su viejo continente mueve el rabo al rey que como siempre ni sabe si ella existe ya.

La perra blanca se quedó sentada por un rato, más tarde volverá a ladrar.