A la velocidad de la luz.
Autor: Florencio Diaz Ceberino
Sentado en su pupitre entre medio de los demás alumnos del último año de la secundaria y mirando el reloj que, colgado en la pared, daba las tres. Francisco, sentía un dolor de cabeza impresionante, como si su cráneo se hubiese astillado y pinchara su cuero cabelludo. Los ojos le dolían. Y el relato de la pelirroja profesora, causaba un efecto de eco que retumbaba en sus oídos, apabullando la incansable búsqueda de tranquilidad que el joven no lograba obtener.
Cansado de escuchar la historia escrita por el vencedor de turno y que el mismo permitía dentro del ámbito escolar, Francisco recordó cómo un gigante con un uniforme verde, de fina tela, y con un bozal blanco lo perseguía en los últimos sueños que tubo. La clase continuó. Su dolor también; aunque este empeoraba a cada segundo, obligándolo a internarse mas en sus recuerdos, que se transformaron en somnolencias. Sus ojos, ya muy pesados, se cerraban y volvían a abrir, como en una lucha por no caer. En el instante en que sus párpados atribuyeron la victoria al cansancio, el muchacho cayó por un rayo de luz dentro de una oscuridad inexistente, que causaba una sensación de desconcierto agónico que perturbaba la tranquilidad y ponía incomodo a los pensamientos. Como si fuera la nada. Todo pensaba Francisco mientras caía sin poder dejar de dar vueltas en el aire, perdiendo la noción de lugar, como si no huera gravedad.
El tiempo seguía pasando con cada movimiento de la aguja segundera del reloj que, colgado en la pared, daba las dos. La profesora rubia explicaba algunas nociones de literatura en un idioma con rimas y consonantes amistosas; aunque desconocidos, que Francesco entendía, aunque sin poder recordar ninguna de las palabras apenas eran pronunciadas por la profesora. Sentía como si ya hubiese estado allí, desde siempre.
El dolor que sentía en su cabeza y ojos, se había propagado hacia sus brazos, que se volvían mas pesados y no lograba moverlos. Quizás, con una fuerza sobre humana, apenas levantaba alguno de sus dedos. Desesperándose por moverse, Francesco, se percató que se encontraba en su antiguo salón del ultimo año de la primaria, con sus viejos compañeros. No se sorprendió. Era común su presencia, él debía estar allí. La profesora se dignaba a escribir en el pizarrón y el sueño lo volvió a castigar. Cayó a la luz infinita. Sus manos, buscaban aferrarse a algo que lo frenara en esa oscuridad nublada en colores. La aguja seguía en movimiento. El reloj colgado en la pared daba la una. El salón era la sala azul de su antiguo jardín de infantes. Su cuerpo el de un niño. Sus compañeritos, los cuales ya había olvidado, eran sus primeros amigos: vestidos con pequeños guardapolvos a cuadrillé en colores amarillos, rojos, verdes, azules. La señorita Pauline, hablando un idioma sensual pero gangoso, continuaba causándole dolores. Ahora también eran sus piernas las que se sumaban a las demás parálisis corporales. Se estremecía. Ninguna fuerza lograba efectos de movimientos. Las jaquecas seguían. La morocha señorita Pauline, había comenzado a tocar su guitarra, mientras todos los niños acompañaban cantando al unísono. François, sintió como su cabeza se reventaba. Su vista se oscureció. Volvió a caer.
La infinidad lumínica anterior, en un abrir y cerrar de ojos, se transformó en un envase de un material plástico, pero con la elasticidad de una tela que dejaba traslucir, desde el exterior, un color rojo muy fuerte y opaco. Solo alcanzó a llorar. Comprendió que lo que decía, había perdido sentido, era un balbuceo constante. Gritó. Sintió que algo muy fuerte lo tomaba por su cabeza y lo tironeaba. Su cabeza y cuello se estiraban brutalmente. Volvió a llorar y a gritar mas fuerte que antes, tanto, que sus gritos en forma de llanto se sintieron retumbar por toda la extra iluminada habitación, en la cual solo se podía ver un reloj de pared, dando las doce.
El se sintió húmedo y luego frió. Vio que lo sostenía un gigante, con un uniforme, de fina tela verde y bozal blanco. El hombre del sueño lo acercó a una mujer que reposaba en una camilla con los ojos húmedos, la cara colorada, y el cuerpo semi-desnudo, y le dijo a esta:
-La felicito, es un varón
.
- Francis - dijo ella, y tomó al recién nacido entre sus brazos y lloró.
Florencio Díaz Ceverino.
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