Atravesando el Atlántico y a dieciséis días en buque se encontraba Inglaterra, Sir James Scott se encontraba muy lejos de su hogar. La costa brasilera le mostraba el océano como una gran mancha azul que se perdía donde el cielo comenzaba, a su edad, esto le causaba nostalgia; rememorar la vida fácil que llevaba en el viejo continente, las comodidades y la familia que tuvo que dejar atrás por cumplir un sueño y una visión, le hacían brotar lagrimas de los ojos. El bramido del buque Sonesta lo sacó de sus ensoñaciones, le quedaba poco tiempo y no lo podía perder.
Las oficinas de la British Steam Transports se encontraban atiborradas de mercaderes que se agolpaban ante las ventanillas de atención para colocar sus productos camino a Inglaterra en el siguiente buque. Joao Santos vigilaba el manejo burocrático desde su oficina en el segundo nivel de la casona, reía por como la gente luchaba casi hasta los golpes por lograr un cupo en las bodegas de sus vapores aunque muchas más veces negaba con la cabeza y gritaba al aire que se callaran. La cabeza le dolía, había sido un día extremadamente caluroso y el almuerzo se le avinagró en el estomago poco después de haber sido ingerido. Se sentó en su escritorio, con la camisa abierta hasta el tercer botón, se abanicó con un folio que había cogido momentos antes de sentarse y resopló al mismo instante en que alguien llamaba a su puerta. Tras el vidrio catedral de la puerta se veían dos figuras, la primera era indiscutiblemente Maria Arantes, una negra bonachona de grandes proporciones que hacia las veces de secretaria como de cocinera, la segunda era un caballero vestido de lino crudo, con sombrero de ala ancha del mismo color del traje y con unos bigotes tupidos que colgaban debajo de la mandíbula. Quiso ganar tiempo preguntando quien era mientras se cerraba los tres botones faltantes de la camisa, ganó el pomo de la puerta, la abrió haciendo ingresar al caballero y cerrándola detrás de este dándole gracias a la negra que se asomaba curiosamente para tener algo nuevo que contar. Sir James Scott ocupó el asiento frente al escritorio aun empuñando el bastón y con la espalda rígida, como lo hubo aprendido en su tierra natal; Joao Santos hizo lo propio en su lugar de gerente representante de este lado del globo de la empresa naviera. Tras una breve presentación, el caballero inglés sacó, de una pequeña cartera de cuero que llevaba colgada del lado izquierdo, una caja de dimensiones casi ínfimas, muy parecida a una caja de habanos pero de una altura un poco mayor; al abrirla, los ojos de Joao Santos parecían salirse de sus orbitas, la caja estaba llena de piedras preciosas y debían de ser embarcadas inmediatamente hacia Inglaterra puesto que su dueño tomaría el siguiente buque de pasajeros con la misma dirección. Ante esta aclaración, Joao Santos tomó una actitud meditabunda, se dejó hundir en la comodidad de su sillón giratorio y mirando fijamente a los ojos azules del anciano, le preguntó porque no viajar con las joyas en la mano. El inglés sonrió, se levantó de su asiento y tendiéndole una mano al mulato que no dejaba de mirarlo, se despidió pidiendo encarecidamente el recibo por aquella caja y que fuera embarcada en el buque que saldría a puertos ingleses en contados minutos.
El anciano James Scott, había llegado a Brasil a principios del siglo XIX, con la mirada fija en la industria del caucho incipiente en las selvas del Matto Grosso. Tal visión le fue legada por un viejo amigo comerciante que, en su andar constante por el mundo, recogía comentarios de muchos otros, que como él, buscaban escapar de la miseria en la que iban cayendo por el mal manejo de sus fortunas heredadas. Sir Scott oía las anécdotas de los árboles derramando savia blancuzca en el medio de una selva virgen, de los negros esclavos encargados de recogerla en pailas para luego llevarlas a la planta de procesamiento, de lo barato que salía la mano de obra en un país que aun era colonia inglesa y de los muchos privilegios que se podrían obtener de lograr ser aceptados en el mercado. Los ojos le brillaban conforme iba llegando a sus oídos la información necesaria para arremeter en tal exitosa empresa. Pese a su edad avanzada, contaba con 58 años en ese entonces, decidió arriesgar el todo por el todo y enrumbar solo hacia las selvas vírgenes del Brasil. En lo que duró el viaje desde Inglaterra hacia el nuevo continente, estudió con cuidado los procesos, la maquinaria necesaria, la cantidad de mano de obra y todo lo concerniente a la industria del caucho. Al desembarcar era un sabio en la materia, pues muchas cosas no se habían escrito aun acerca de tan productiva actividad. Había contactado desde Londres con cierta gente vinculada al negocio y le esperaban con una partida de negros y mulatos esclavos a muy buen precio, se internó en la selva sin mucho preámbulo y allí pasó veinte años de su vida explotando el caucho que le dio gran satisfacción en el ocaso de sus días. Tras esos veinte años, la energía le fue abandonando el cuerpo, el manejo de la planta de procesamiento le fue legado a una compañía con mejor tecnología y mejores procedimientos para la extracción del caucho, vendió su sueño, su visión a otros empresarios ingleses que como él, vieron una oportunidad única de negocio. Sus dividendos y salarios le fueron pagados tal y como fue acordado. El viejo Sir James Scott viajó a Recife, en un ultimo viaje para abandonar las tierras boscosas de la selva brasilera, cambió todo el dinero que llevaba en la cartera de cuero por piedras preciosas, que era todo el dinero con el que contaba en esta vida, las guardó en una pequeña caja, en la cual talló una inscripción apresurada con una vieja navaja y se dirigió, lo más rápido que le permitían sus viejas piernas, hacia las oficinas de la British Steam Transports.
Londres le recibió con su tan temida niebla, el Tamesis era difícilmente visible a las seis de la tarde. Al llegar al apartamento donde vivió parte de su juventud se sintió en casa, se sentó en su viejo sofá junto a la chimenea, estiró los pies y cubriendo su cuerpo con una manta se quedó dormido al caer la noche. No despertó en dos días consecutivos, su mucama le tomaba constantemente las pulsaciones en la muñeca para ver si aun vivía, hecho esto, al menos 4 veces al día, continuaba con sus labores domesticas. El tercer día le ganó al amanecer, despertó con los pajarillos cantando en su ventana y aspiró el aire frío londinense, se dirigió a la cocina y se preparó un té, aspiró con agrado el olor de sus hojas benévolas y el humeante vapor que salía de la taza, la mucama lo encontró aspirando el humo y se sonrojó alegando que le hubiera pasado la voz cuando despertó para servirle el té, James Scott rió y en vista de que ella quería atenderlo le pidió que le preparase un baño caliente pues saldría esa mañana a ver algunos asuntos importantes en la ciudad. En el estudio aun se encontraba la chimenea encendida, cogió del bolsillo de su bata la pipa de roble, la llenó de tabaco y gozó por unos instantes del sabor repantigándose nuevamente en su viejo sofá. Lo despertó la mucama quien ya había apagado la pipa antes de que se produjera un incendio, Sir Scott se dio un baño como no lo había hecho en muchos años, descansado, sin la presión latiéndole en las sienes, se secó con parsimonia, afeitó su rostro recortando un poco el gran bigote, admiró las arrugas en su rostro, como si Inglaterra lo hiciera verse muchísimo más anciano y a la vez muchísimo más joven. Se espolvoreó el cuerpo con talco, una especie de polvillo blanco con aroma a maíz, el cual había conseguido por el precio de 2 reais por libra en Recife. Salió a la calle que se despertaba y ahuyentaba una neblina poco densa, ajustó la chalina alrededor del cuello, asió su bastón con empuñadora de plata y caminó hacia el centro de la ciudad, hacia las oficinas de la British Steam Transports.
Las oficinas en Londres eran muy diferentes a las de Recife, era un edificio imponente hecho en mampostería, con el piso de mármol y muebles hechos en roble, el aspecto pulcro y ordenado, la poca gente en las instalaciones hacia cola tras unos parapetos pequeños, algunos esperaban su turno sentados en pequeñas bancas alineadas correctamente en un gran salón, los que aguardaban eran llamados mediante un numero de atención que les era entregado de acuerdo a la hora de ingreso y del tramite a realizar. Sir James Scott se encontraba llenando un formulario en una especie de taburete adosado a una pared lateral del salón cuando oyó a una joven de voz amable pregonar su numero, dejó la pluma en el tintero, cogió el formulario, su bastón y su sombrero tipo hongo y se acercó hacia un escritorio donde la joven aguardaba, le extendió la mano como saludo y tomó asiento. El formulario no presentaba borrones y mostraba una caligrafía impecable, el rostro de la joven se descompuso y explicó al caballero que dicho barco, el Sonesta, no había llegado a su destino final ya que había encallado frente a las costas de Cornwall, perdiéndose así la gran mayoría de la carga y pereciendo cerca de 50 personas que viajaban en él. El anciano se vio y sintió más cansado que nunca, recostó su espalda en la silla y resopló como falto de aire, un par de lágrimas resbalaron por sus mejillas e incorporándose nuevamente trató de que le explicaran con mayor detalle lo ocurrido, la joven no supo que más explicar ya que eran las únicas noticias que se sabían, lo máximo que podía ofrecerle era el listado de las personas fallecidas, las desaparecidas y una taza de té con un chorrito de whisky para calmarle los nervios, a la cual accedió haciéndose aire con el sombrero que llevaba en la mano.
Día tras día, Sir James Scott hacia la caminata desde su casa hasta las oficinas de la British Steam Transports en el centro para obtener nuevas del naufragio; como todos los días regresaba a casa sin nada nuevo. Dos semanas después de ininterrumpidas visitas, le hicieron pasar a la oficina del gerente y administrador de la compañía naviera; era un hombre rosado, de papada protuberante y anteojos redondos, calvo hasta las sienes y con una cabellera blanca que le rodeaba la parte baja de la cabeza, descansaba su exuberante humanidad en un sillón giratorio de cuero negro y leía el formulario llenado por aquel caballero delgado de grandes bigotes que empuñaba su bastón como con miedo a caer aun encontrándose sentado. Le explicó que el poco cargamento que había sido rescatado del naufragio constaba de unas cajas con tabaco y aceite de palma, unas cuantas jaulas de aves oriundas del Brasil y uno de los siete sacos del correo que solo contenían hojas de papel húmedo a las cuales se les había corrido la tinta. Observó al anciano detrás de sus anteojos redondos con admiración, le causó gran conmoción ver su temple, su serenidad ante el infortunio; le ofreció una suma mínima de dinero como pago de un seguro por las joyas perdidas, una suma que podría alcanzarle para vivir en la metrópoli un mes o un poco más. Sir Scott aceptó la propuesta asintiendo con la cabeza y sin emitir más sonido que un sollozo ahogado.
El dinero que le hubo entregado la naviera se le acabó un mes y medio después, luego de eso el anciano James Scott vendió paulatinamente sus bienes. Primero se deshizo del juego de mesa del comedor de diario, vendiéndolo a una pareja de recién casados; después despidió a la mucama porque ya no podía pagarle por sus servicios y poco a poco fue vendiendo el mobiliario de la casa quedándose tan solo con su sofá cercano a la chimenea, el escritorio y el estante librero con ciertos títulos que nadie quería obtener por tener ideas anticuadas o estar desactualizados. La vida en Londres se hizo más difícil que nunca, el poco dinero que había podido obtener por la venta de sus objetos personales iba menguando, lo que le quedaba lo utilizaba para tabaco y pagarse un desayuno y un almuerzo en el viejo mesón de Jacques La Fontaine, a pocas calles de donde vivía. Bajó de peso rápidamente, la piel se le pegaba a los huesos mostrándolo por instantes cadavérico, los pómulos le resaltaban en el rostro y sus arrugas se hicieron más prominentes; en esos siete meses de ajustes lucía acabado, envejecido y con muchas más preocupaciones que cuando manejaba la empresa del caucho en Brasil, el viejo estaba cayendo en la miseria.
Ocurrió en octubre, una tarde después de casi 11 meses de haberlo perdido todo. Llovía levemente y el viento recorría las calles en una brisa suave, el viejo James Scott fumaba su acostumbrada pipa en el sofá cubierto por su manta agujereada observando el mundo desde su ventana cuando llamaron a la puerta. Sorprendido se incorporó del asiento, no había recibido visitas en los últimos 6 meses. Al abrir la puerta un hombre de levita azul y corbata de moño le sonreían, se inclinó cortésmente ante el anciano indicando ser el teniente Arthur Blake, defensor de los intereses de Su Majestad, el Rey, en las colonias del nuevo mundo; ante esta presentación tendió la mano del viejo, quien luego de apretarla lo invitó a pasar al escritorio disculpándose por la falta de mobiliario ya que tuvo que vender todo por una perdida incalculable el año anterior. Tras invitarlo a sentarse en el viejo sofá, el anciano se apoyó en el filo de su escritorio con la mirada puesta en el extraño visitante, le ofreció un té pero el teniente negó con un ademán de ambas manos, nuevamente sobrevino el silencio. Fue el teniente Blake quien rompió el hielo creado momentos antes preguntándole a Sir Scott si había estado en Brasil el año anterior, los bigotes del anciano se erizaron cual pelos de la nuca ante algo sobrenatural, asintió con la cabeza; Blake volvió a preguntar si había viajado desde Recife hacia Southampton en un barco de la British Steam Transports cerca de 11 meses atrás, el viejo sorprendido volvió a asentir, después de esto se acercó a la ventana, vio que había dejado de llover y le explicó a ese hombre varios años más joven que él, que le inspiraba una extraña confianza, como había perdido una pequeña carga que puso en otro vapor con la misma dirección y el cual había naufragado antes de su llegada acarreándole así la desgracia de vivir en la miseria en la que se encontraba. El teniente Blake abrió su chaqueta y del interior sacó una caja de madera, del tamaño de una caja de habanos, que mostró al viejo al mismo tiempo que le preguntaba si era la caja que había perdido en aquel naufragio que acaba de narrarle, los ojos de Sir James Scott recobraron su juventud y el cansancio de sus miembros desapareció, afirmó con la cabeza y dio un grito de jubilo al ver que aquel desconocido le entregaba lo que fue suyo y arrebatado por el destino. Le entregó la caja haciendo una señal casi imperceptible con las manos, la colocó en el escritorio y al abrirla encontró su contenido intacto, las joyas aun estaban dentro refulgiendo e iluminando la habitación. Al voltear para agradecer a Blake este se hallaba de pie detrás del anciano tendiéndole la mano, el viejo James Scott se la estrechó recibiendo tres toques del dedo pulgar sobre la primera falange de su dedo índice, respondió de la misma manera y abrazó al joven teniente.
Antes de abrir la puerta para que Arthur Blake abandonara la casa, Sir James Scott le preguntó como era que había reconocido la caja que era de su propiedad; este le explicó que fue por la inscripción que había sido tallada antes de ser embarcada y que reconoció al encontrarla flotando después del naufragio del barco donde iba frente a las costas de Cornwall. Se colocó el sombrero, ajustó la chaqueta a su cuerpo y salió a la calle diciéndole al viejo: “A un hermano no se le engaña”, sonrió; dicho esto enrumbó hacia donde el sol se ponía y desapareció. El viejo Scott cerró la puerta sonriendo extrañamente, regresó al escritorio y cogió la caja, vació las piedras preciosas sobre el mueble y contempló la cajita con los últimos rayos del sol. La inscripción que había tallado casi un año antes en Recife llevaba dibujado un pequeño compás, un triangulo formado por 3 pequeñas estrellas y la escritura en latín que rezaba NOVUS ORDO SECLORUM A.L.G.D.G.A.D.U. |