Ana ha cumplido treinta años y yo he perdido sus zapatos de fiesta. Eran el sueño de cualquier mujer: algo precioso, de buena calidad, todavía de moda, que, por alguna extraña razón, está marcado con un precio irrisorio. Italianos, de seda negra, con una rosa rodeada de hojitas con paillettes en el costado, casi junto al talón. Me los pidió ayer y fui incapaz de encontrarlos. Deberían estar guardados en mi armario y no sé qué he podido hacer con ellos; me he vuelto loca buscándolos. Anoche no dormí. Llegué a levantarme de madrugada para revolver en altillos atestados de objetos llenos de polvo, guardados y olvidados hace años. Estaba tan nerviosa que todo se escapaba de mis manos y se estrellaba contra el suelo, haciendo un ruido de mil demonios. Aun sabiendo que estaba a punto de despertar a todo el mundo, aun temiendo que alguien se levantara protestando hecho una furia, fui incapaz de parar.
Ana ha cumplido treinta años y no sé qué le pasa. Después de haber salido a todas horas cuando era adolescente, hoy, aunque aún tiene amigos, apenas los ve. Después de haber tenido cuatro novios, ahora está sola y no parece preocuparle. Hace años que me siento culpable: algo he hecho mal... o algo he dejado de hacer. Porque fue una niña tan sociable y tan popular... Era tan madura y tan inteligente... Pero un mal día, todo cambió: se encerró en sí misma y se volvió insegura y taciturna. Procuré hablar con ella, pero reaccionaba a cada intento con tanta cólera, con tal irritación, que acabé por rendirme. Debí esforzarme más. ¿Qué pude hacer? ¿Qué escondido resorte fui incapaz de encontrar para salvarla de sí misma?
Su abuela la ha telefoneado: quiere que pase por su casa porque tiene un regalo para ella. Y yo he pensado que aunque mañana mismo tuviera una hija, saltándose un noviazgo, una boda y nueve meses de embarazo, sería difícil que yo llegara a ver los treinta cumpleaños de mi nieta.
Hoy no tenía ganas de ir al supermercado, ni de hacer la comida, ni aun de levantarme. Me he sentido cansada todo el día. He tenido que obligarme a salir para comprarle una tarta y dos velas. Un tres y un cero. Me parecía demasiado triste romper esa costumbre. Pero, por primera vez, no le he tirado de las orejas, un tirón por año, como siempre he hecho. No tenía ánimos para nada. Claro que me he dormido después de amanecer. Y todo por unos zapatos.
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