Cuando era chico quise darle un regalo a mamá para su cumpleaños, que debido a mis acortados ahorros: del picaporte al hilo y del hilo a la boca despache uno de mis dientes de leche. Extinguiendo el sangrado con papel higiénico, corrí a mi cuarto y lo lance debajo de la almohada, sin que nadie lo viera. Durante días tuve que esconder la dentadura entre miradas pequeñas y sonrisas esquivas. Pero las noches pasaban y el diente seguía jugueteando de lado a lado entre las sabanas. Llegué a dormir un par de noches con mi hermana por si lo que alejase al ratón fuesen mis ronquidos aníñales. No conseguía conciliar el sueño, tratando de escuchar ruidos de pequeños pasos en la habitación. Abría un ojo, como espiando, tratando de verlo asomarse por la rendija de luz de pasillo, que se colaba por la puerta del cuarto. Decían que solo visitaba a los dormidos, por lo que me era inevitable ponerme triste. Pero el día del cumpleaños de mamá llegó, y mi diente había desaparecido, se había ido entre las sabanas que juntó la mucama. Intenté encontrar desesperado entre la ropa sucia el pedazo de hueso, pero fue en vano. Esa mañana cuando papá me llevó a ver a mamá, me tuve que conformar con los feos malvones que se repetían en su florero junto a su fotografía ovalada.