El Cantor del pueblo
Llavero colgante desde el cinto hacia el bolsillo delantero del pantalón, el dueño de la perfumería “Madagascar”, flaco de los ágiles y con pinta de actor italiano, habla con la periodista del diario local sonriendo como si aún estuvieran allí, en la puerta de su negocio, todos los movileros de los canales de Buenos Aires. El hombre hace gestos, utiliza su voz clara y potente para dirigirse a un figurado público bastante más allá de la mujer apoyada en su bicicleta, pelo mal teñido, campera gastada, bastante más baja que el entrevistado. Apenas dos o tres cartoneros se han quedado observando, gorra con visera para atrás, las bocas abiertas, a esa figura bien vestida, siempre oliendo a perfume importado.
-Se imaginará lo importante que es para mí, propietario de este antiguo comercio de la peatonal, poder albergar en su casa, porque la verdad es que quien dice la puerta de su local, está diciendo su hogar, a este artista popular que ya forma parte de la vida cultural, yo diría que de todos los argentinos, señorita.
Antes de que Vittorio terminara de hablar, con la mano aún en alto señalando la última parrafada, desde el fondo de la galería contigua a su local, donde funciona la zapatería “Los hermanos“, se ve venir a un hombre pelado, coronilla de pelo teñido azabache, anteojos dorados, con un pulóver que parece tener puesto desde hace años y mocasines muy gastados. Se acerca gritando, perdido en el eco de ese espacio cerrado y cubierto de vidrieras. Asoma su cuerpo retacón parado en el escalón de mármol, manos en jarra, y se dirige a su vecino, aunque clave su vista en la cronista que se despierta de golpe.
-Justo eso es lo que me faltaba escuchar hoy. Vos, que levantaste firmas para pedir que expulsaran de la cuadra a ese pobre hombre que se gana la vida con el bandoneón. Vos, que decías que a tus clientes les daba asco el olor a transpiración y la mugre del infeliz este, ahora lo llamás “artista popular “. No tenés cara. ¿Creés que nadie te veía echando agua con fluido Manchester en la vereda, un rato antes de que el mendigo apareciera con la frazada para sentarse a tocar? Explicale a la señorita cómo fue que el pobre Tártaro terminó acomodándose en este pasillo donde muchas noches le permitimos quedarse a dormir porque cuando llueve no podía volver al barrio donde vive. ¡Claro, después que lo vino a ver Serrat porque un turista japonés le llevó un casete, te volviste un oído culto! Lo que te gustó, es que vinieran todas las cámaras a hacerte publicidad gratis al boliche, miserable.
El pelado se calló como si una cuerda tensa se hubiese cortado de repente en su interior. Por eso fue tan franca la trompada que el perfumista logro calzarle sobre su cara ancha, aliviada luego de semejante descarga de odio, mientras escupía: ¡pijotero, le cobrás diez mangos la noche! El zapatero fue al suelo pero, como si hubiera recuperado la tensión de manera tan fulminante como se había ido, se levantó al instante y empezó a correr al fugitivo aprendiz de Gassman entre los macetones del paseo, atiborrado de gente a esa hora. La periodista, que justo iba a preguntarles si estarían presentes esta noche cuando el músico que se iría de gira con Joan Manuel en unos días, recibiría la distinción de ciudadano ilustre de la ciudad, atina a tomar algunas fotos con el celular: Vittorio tirando el cross, el pelado caído, rojo como un tomate, la gente aplaudiendo el espectáculo, los cartoneros huyendo con dos cajitas de Paloma Picasso, tres perros negros dormidos en el cordón.
A tal punto se ha conmovido la ciudad.
Tártaro, el artista aludido, es rengo y le faltan el ojo derecho y una mano, pero se las ingenia para tocar los restos de un doble A con la zurda y el muñón. Aspecto de linyera, pelos ralos, enchastrados, sonrisa breve por entre barba blancuzca y un tanguito a cambio de un par de monedas, se distingue por ser hosco, contestador de insultos y hábil tocador de nalgas jovencitas. El margineta come gratis en cualquier lado, a cambio de no armar escándalo y alejarse pronto. Nadie conoce su origen, su casa, ni su familia si es que existió alguna vez. Balbucea sobre un barrio de caídos en desgracia, ubicado más allá de la prudencia y de los mapas que cada tanto se reparten para rellenar la otra cara de la publicidad. Lo mejor de Tártaro es su voz: afinado hasta la perfección, con matices de Julio Sosa en su mejor momento, el repertorio tanguero le garantiza su estadía en la peatonal. ¿Quién no se emociona oyéndolo entonar “Los cosos de al lao”, el vals “Pedacito de cielo”, o “Nada”?
Cuando Joan Manuel Serrat llegó, junto a dos monos trajeados y el representante con cara de buzón, no se inmutó. En cambio esbozó aquella sonrisa leve ni bien cayó un billete grande sobre la gorra para la plata ajena. El cantante famoso se quitó los anteojos, acercó la cara a la del desclasado y le habló. Tártaro abrió la bocaza desdentada, exhaló aliento a cloaca. “Me tienen las bolas por el suelo con “Naranjo en flor” y “Afiches”, gallego. Mejor te canto “Las cuarenta”, no abundan los tangazos como este, ponele oreja” dijo.
Desde ese día no apareció más sobre su frazada pulgosa, mágica alfombra castigada a recorrer veredas que no cielos. En una semana y media, las tapas de varias revistas mostraron –prolijamente calvo, reluciente, sin barba, la dentadura nueva, traje de seda, reloj dorado, zapatos de charol, anteojos oscuros, una mano artificial de gran calidad- a Tártaro sobre una butaca alta, el último doble A del maestro Ruggiero en las rodillas, elogios surtidos. “La revelación artística del año”. Grabó con Serrat un compacto de valses criollos y Santaolalla le produjo en Miami el disco “Veredas peatonales” que instantáneamente sonó por todas partes. Tártaro apareció ayer en lo de Mirtha Legrand, balbuceó dos o tres palabras inocuas estipuladas por contrato, cantó “La pulpera de Santa Lucía”. Anunció que terminada la gira se queda a vivir en España.
El teatro Partenón está a pleno esta noche, todos se pusieron las mejores ropas para recibir al nuevo ídolo. El Concejo Deliberante lo declarará ciudadano ilustre, después que un par de diputadas nacionales lograran que el CD fuera considerado De Interés Superior. El mismísimo intendente encargó un busto para colocar en la plaza, entre el del perro Chichón y el de Juana Azurduy, poco más adelante que el de José María Paz.
Los bomberos acompañan la entrada por la peatonal, donde ya no se escucha la melodiosa voz, los rezongos por el comportamiento, la traza, la mala imagen del discapacitado tanguero. El cortejo se detiene. Tártaro, tan brillante como aparecía en tevé, se dirige a la vereda rota entre la zapatería y “Madagascar”, levanta la sucia frazada, la dobla como si fuese nueva, se la alcanza a un asistente sin mover un músculo. Hay aplausos y lágrimas. La periodista en bicicleta fotografía con su celular.
En el escenario lo reciben el dueño de la perfumería y el zapatero a quien golpeara. En nombre de los comerciantes amigos le dan una plaqueta. El Intendente le entrega el escudo de la ciudad. Tártaro, serio, avanza rengueando sin perder compostura, agradece las distinciones con golpecitos de su cabeza rapada. La señora de Canberra con sus infaltables canapés agridulces y el Ganga Sosa con el bandoneón, entran de puntillas. Tártaro se ajusta los anteojos negros, acomoda un micrófono. Firme, chingado, su porte algo grotesco extraña los harapos, como si solamente los hubiese abandonado para esta ceremonia. El público enmudece, expectante. Quien conoce mejor nuestros pies que las caras, nos mira, nos mira, nos mira.
Al fin abre la boca en una mueca de dientes parejos y luego va cerrándola despacio, como su fueye desinflado de entonces.
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