Desde siempre, había escuchado decir a mi abuela: -¡Llegaron los Berniks! cuando sorprendía a alguno de nosotros tragando con gula desatada. Y para mí era algo natural asociarlo a rapacidad y hambre desmedida. Hasta que, ya más grande, quise saber cual era el verdadero motivo de esta frasecita. Entonces, mi abuela me contó que hacía muchos años, ellos habían conocido a un matrimonio que tenía muchos niños. Ese sería un dato irrelevante a no ser por una característica que los demonizaba en grado sumo: cuando dicha familia se decidía a visitarlos, la banda de pequeñuelos se dispersaba por los cuatro rincones de la casa, buscando todo lo que pudiera calmar su insaciable y visceral apetito. Fuentes de fruta eran devastadas, no había aparador que se resistiera a su curiosidad sin freno. La azucarera quedaba rápidamente vacía, mientras los pequeños se devoraban a manos llenas los apetitosos terrones. Como en aquellos años no se había hecho extensivo el uso de refrigeradores, todo era guardado en aparadores o alacenas. Allí llegaban estas hordas para saquearlo todo, mientras sus padres se enfrascaban en despreocupadas conversaciones con los dueños de casa.
Y, cuando los Berniks se habían retirado, mi abuela comprobaba aterrada que todo había sido desmantelado, tal si una plaga de langostas hubiese asolado hasta el último rincón de aquella casa. Por lo que se juramentaba a colocar a buen resguardo todo lo comestible, cuando de nuevo esa familia anunciara visita. Lo que no se podía prever, ya que tampoco en esos tiempos era de uso común el teléfono, que los alertara de tan intimidante visita.
Las visitas se sucedían con regularidad y poco y nada era lo que mi abuela podía rescatar de aquellas fauces incansables. -¡Vienen los Berniks!- alertaba mi abuelo y mi abuela corría a ocultar lo que pudiese, en los rincones más insólitos. Pero, todo era en vano, puesto que estos descendientes de los hunos, arrasaban con todo y no existía lugar que no fuese registrado con minuciosa experticia.
Los años pasaron vehementes y en su atropellado andar, desdibujaron la senda que conducía a los Berniks a la casa de mis abuelos. Para alivio de ellos, los rapaces crecieron y se desbandaron hacia diversos ruteros. Sus padres, al parecer, sintiéndose huérfanos de ese ejército mandibular, espació sus visitas, hasta el punto que ya no aparecieron nunca más, para alivio de aparadores, azucareros y lugares recónditos. Las vituallas recuperaron sus lugares, sin el temor manifiesto de un intempestivo saqueo, los años pasaron, hasta nostalgia le sobrevino a mi querida abuela, vaya uno a saber por qué.
Muchos años después, con un compañero de trabajo del Hospital Félix Bulnes, acudimos a la casa de un paciente del cual nos habíamos hecho amigos. Era una casita modesta en la que vivían dicho señor y su esposa, ambos muy afables. Nos percatamos que el señor aquel era un gran degustador de licores, en especial de los más afamados caldos viñateros. Nada especial, en realidad, hasta que supe el apellido del señor aquel. Al decirnos que se llamaba Samuel Berniks, recordé la historia narrada por mi abuela y me pregunté si este señor había sido integrante de aquellas hordas hambrientas. Con mucha cautela, inquirí detalles que lo pusieron en la senda esperada. Recordó vagamente haber visitado muchas casas y entre ellas la de mis abuelos. Ya convencido que se había hecho carne una de las más recurrentes fábulas de mi abuela, pensé para mis adentros que recién estaba cerrando esa historia, de la que ahora yo era un protagonista privilegiado.
Se sucedieron espaciadas visitas a la casa del señor Berniks hasta que un día, éste enfermó y al poco tiempo falleció. Con dicha muerte, se comenzaba a epilogar esta curiosa historia y si mi abuela no hubiese estado descansando en el más allá, acaso hubiese retomado las últimas briznas de esa nostalgia que la sacudió años ha, cuando los Berniks dejaron de ser una amenaza para transformarse en leyenda…
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