La Frontera

La Frontera había reposado durante muchos años tendida, separando tranquilamente a Blancos y Rojos. Cierta noche se aburrió y decidió moverse doscientos kilómetros hacia el sur.

Miles de Rojos amanecieron pintados de Blanco. Estaban desorientados. Ahora que lo sentían en sus cuerpos, el blanco no era un color tan malo como se lo habían pintado toda su vida. Cundió el pánico y la locura en ambos estados. Mientras los Rojos corrían desesperados hacia el norte a remediar la situación, los Blancos avanzaban hacia el sur para tratar de mantenerla.

Los Rojos empujaron la delgada línea con todas sus fuerzas hacia el norte. Muchas filas de hombres Rojos, una tras otra, luchaban inútilmente por recuperar todos esos kilómetros cuadrados de soberanía que nunca habían necesitado. Los Blancos estaban sentados sobre montículos de arena al otro lado. Miraban y se reían de los estúpidos esfuerzos Rojos.

- Sólo queda una acción posible – dijo el General Rojo al Presidente Rojo – Atacaremos con todas nuestras fuerzas desde el aire. Con nuestras bombas los teñiremos de roja sangre.

Por cada kilómetro cuadrado de histórica soberanía perdido, al menos cinco almas Blancas murieron teñidas de Rojo. La respuesta Blanca no se hizo esperar y fue igual de sangrienta.

Esa noche La Frontera no pudo dormir. Entre los estallidos y el humo de las bombas, ella se movió sigilosamente y volvió a su ubicación inicial. ¿Cómo podría explicarles a los coloridos humanos que desde allí no podía ver la puesta de sol? No había forma de que ellos lo comprendieran, tenían cosas tan superiores en que pensar, como esa gran soberanía, la que sin duda era más importante que miles de sus incoloras vidas.

Jota