Francisco estaba realmente obsesionado.
Había pasado su vida entera tratando de inventar cosas insólitas, como por ejemplo, herramientas capaces de doblar vidrio en frío, frenos para planeadores en vuelo, un cubo redondo, fósforos reutilizables (lo más cercano al éxito fue un fósforo con dos cabezas), en fin, realmente cosas tan insólitas como lo era su forma de ver la vida que consumía día tras día en esos imposibles.
Francisco tenía ya ochenta años él mismo se daba cuenta que su margen de vida para continuar con sus inventos se achicaba vertiginosamente.
Sin darse cuenta, su familia se había disgregado, cuando enviudó, apenas se tomó dos días de descanso y fue entonces la última vez que vio a sus hijos y familiares. Se convirtió en un ermitaño, todos lo daban por loco y éramos pocos quienes lo visitaban.
Vivía solo en una casa de campo con un taller repleto de trastos antiguos que había juntado desde su juventud pensando que algún día le servirían. Entre sus debilidades (todos los genios tienen alguna), estaban los relojes, esos que diariamente nos esclavizan y cuando no funcionan nos desesperan. Tenía varios cajones llenos de máquinas del tiempo inservibles, muchos de ellos oxidados, otros sin agujas o sin vidrio, con cuerdas rotas o sin la paletita para accionarlas.
Esa mañana Francisco se levantó cansado, se había pasado toda la noche pensando en darle un cambio fundamental a su vida y tenía que ser a partir de ese mismo día.
Apenas tomó un café amargo, no quería perder tiempo y se fue de inmediato al taller donde comenzó a desarmar relojes, mirándolos detenidamente y a los que consideraba aptos, los apartaba del resto y dibujaba las piezas que de ellos le interesaban.
Había comenzado a caer el sol y Francisco que aún continuaba en su taller ya había terminado todos los planos para construir un reloj que le permitiese realmente cambiar su vida y al mismo tiempo quería que fuese con un toque personal.
Fue así que sobre un cuadrante en que ya no se veían lo números, pudo armar uno con veinticuatro divisiones. Su reloj no repetiría las horas. Su reloj tendría sus dos agujas perfectamente hacia arriba a las 0 Hs. y hacia abajo a las 12 Hs.
Terminó su trabajo muy tarde, lo llevó a su habitación cuando faltaban cinco minutos para la medianoche según marcaba su viejo despertador, el único que funcionaba en la casa.
Admiró su obra, esperó unos minutos y cuando el despertador tuvo las agujas verticales, hizo lo propio con el nuevo, le dio cuerda.
“Dormiré solo ocho horas”, se dijo y para ello sincronizó ambos relojes.
Durmió sin interrupciones hasta que las campanillas de ambos relojes sonaron simultáneamente.
Mientras el viejo despertador marcaba las 8 Hs., el nuevo las 16 Hs.
Francisco eufórico dijo: ¡Lo logré, ya soy más joven! y saltó de la cama mientras miraba las manecillas del nuevo reloj girando en sentido inverso.
Hace cinco años Francisco vive en un Hospital Psiquiátrico, usa como única referencia horaria su invento. Ayer fui a visitarlo y le pregunté cuántos años tenía, me dijo setenta y cinco, ya próximo a cumplir setenta y cuatro.
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