Hoy no me tocaba a mí jugar, pero tío Ernesto ha llamado diciendo que esta tarde no podía venir por casa. Algo de la oficina o así, que seguro se ha inventado. No es la primera vez que lo hace, todos conocemos a tío Ernesto. Da rabia. Sobre todo cuando tú eres el siguiente en la lista que tenemos pegada con un imán a la nevera.
Papá se ha ido al salón a leer el periódico y la Nena a jugar en su cuarto. Ella no está en la lista porque todavía no sabe ajedrez, aunque a mí a su edad ya me habían enseñado. Le tengo que decir a tío Ernesto que le enseñe de una vez, así más en la lista y más tardes libres para mí como tenía que ser hoy, que ya no podré ir hasta la de Alicia porque se hará tarde.
La abuela también se ha ido, a dormir la siesta. Ni siquiera Zizú, nuestro gato, anda trasteando por aquí, seguro que se ha marchado de picos pardos. En la cocina sólo queda conmigo mamá, que está acabando de fregar los platos. De vez en cuando mira el reloj de la pared y luego de reojo a mí, sé que está pendiente de que no me retrase. Yo también estoy atento al reloj, porque se acercan las cinco y me fastidia tener que dejar a medias el puzzle que estoy haciendo, uno muy lindo, creo, porque en la caja viene la foto completa aunque chiquita, y hay un lago y unos patos y unas montañas blanquísimas al fondo. Tengo ya casi toda la hierba de la orilla, el cielo y algo del lago, pero aún ni una pieza de los patos, que es lo que más me interesa, y qué mal que no falta apenas para las cinco y ni rastro de los patos.
Voy a tener que subir, porque mamá ha terminado de fregar y se le empieza a notar la impaciencia mientras se seca las manos con el trapo. En nada me va decir para que vaya, qué tonta, como si yo no supiese, aunque tenga que dejar el puzzle hay que ir, porque Andresito se pone nervioso cuando nos retrasamos y capaz de ponerse a gritar o romper cosas como aquella vez, y entonces oirían y cuchichearían en la de los tecelanos, que diría mamá.
Así que me levanto, cojo de la encimera la bandeja con la comida de Andresito y subo las escaleras al ático, sin ni siquiera encender la luz porque me las conozco de memoria. Ojalá él no tenga hambre todavía, porque así a oscuras oigo removerse lo que hay dentro de la fiambrera y no tengo demasiadas ganas de adivinar qué es, menos de vérselo comer.
Llamo a la puerta y entro cuando oigo su gorgoteo respondiendo, ese sonido tan de él como de agua hirviendo en un cazo. La habitación está en penumbra, sólo una lámpara chica y velada junto al tablero porque a mi hermano le molesta la claridad, siempre las persianas bajadas por eso y sé que mamá lo prefiere, pues la terraza de la de los tecelanos mira hacia aquí. Por suerte, Andresito tiene abiertos los dos ventanucos y algo alivia el olor, su olor, como a mandarinas podridas o más parecido aún a cuando se muriera aquel ratón dentro de la pared de mi cuarto, y yo pensaba que era que Andresito se había escondido en mi armario para darme susto, raro porque no baja nunca, pobre, pero igual yo era más pequeño, me entró el miedo y tuve que salir a avisar a papá para que se lo llevase. Y no es que huela así por no lavarse, sólo que ese es su olor. Quizá por las llagas, que nunca se le acaban de curar, no sé.
Está sentado frente al tablero y las piezas colocadas, sonriendo con esa sonrisa que parece lo opuesto a una sonrisa, que si no la conociese tanto diría que está llorando o le duelen las muelas aunque no las tenga en esa boca hundida. Lleva el pijama que tía Mercedes le regaló por Reyes, uno terriblemente feo pero que le encanta. Qué contento se puso al verlo, y es que la tía es muy buena y lo quiere mucho. Bueno, todos lo queremos, yo también a pesar de que hoy me haya fastidiado ir a la de Alicia que está de cumpleaños. Le había comprado en la tienda del señor José un cuaderno muy bonito y caro, con las tapas decoradas con margaritas. Sé que le va a gustar porque la he visto muchas veces dibujando y si no a lo mejor lo usa de diario. ¡Qué bien estaría que lo quisiese usar de diario! Pero bueno, mañana se lo daré y casi no importa porque seguro que estarán en la fiesta Tomás y Rafita y los otros y mejor darle el cuaderno cuando estemos solos, si no qué corte. Además, no hay otra, la lista dice que yo, o dice tío Ernesto pero ya se sabe. Y Andresito que tampoco tiene la culpa, malo sería si le quitásemos también lo del ajedrez. Para algo que lo entretiene no estaría bien.
Hoy parece que me toca jugar con blancas. La verdad es que es igual, aunque se supone que te da ventaja pero al final lo mismo, porque siempre gana Andresito. No es que le dejemos por pena o así, al contrario. Si ve que juegas sin ganas empieza con sus espasmos y sus gritos y tiene que subir papá a atarle las correas, no por miedo de que nos lastime sino que para que no se haga daño él sin querer. Lo cierto es que gana porque sabe jugar de fábula. Aprendió leyendo, sin que nadie le enseñara. Empezó con un libro que le trajo nuestra abuela, no la de aquí sino la de París, una vez que vino de visita. En la familia quedamos sorprendidos de cómo le dio por aquel libro, nunca había demostrado ni chisca de afición por la lectura. Por no haber, no había ni un ajedrez en casa. Hasta que se le compró uno no quiso comer y por la noche había que darle láudano para que no se la pasara aullando. Sólo tío Ernesto sabía jugar pero, como casi nunca está por casa, tuvo que enseñarnos al resto. No es difícil cuando le coges el truco, al menos saber cómo mueven las piezas no es difícil. Lo malo es que, salvo el tío que ya digo que algo entiende, los demás jugamos por instinto. Y así nos gana siempre Andresito, que se conoce todas las aperturas, todas las defensas y ataques del mundo mundial.
Hasta que me he acercado, no se ha dado cuenta de que era yo y no tío Ernesto. No ha podido evitar un hipido de desilusión. Así muestra él su descontento. Con hipidos.
Se encoge de hombros abriendo mucho los codos y me señala mi silla frente a él. Me siento y le paso por encima del tablero la bandeja con la fiambrera y la botella de agua. Por suerte, o no tiene hambre o, lo que es más probable, tiene más ganas de jugar que de comer. Seguro, porque se está rascando ansioso el muñón con las uñas de la otra mano. Se va a hacer sangre como no empiece, así que... peón cuatro rey. Clásico.
Las primeras jugadas las hace mecánicamente, se las sabe de memoria da igual lo que yo mueva, todas las sabe, mi hermanito. Mueve rápido y anota en una libreta. Estoy seguro de que cuando queda a solas repasa una y otra vez las partidas, se divierte con esas cosas, al fin y al cabo de alguna forma tiene que pasar todas estas horas y estos días y estos años aquí arriba metido. Que no es que lo tengamos encerrado. Él si quisiera podría salir a la casa, incluso afuera de la casa. Hasta mamá, tan que es con lo de la gente y si los tecelanos y demás, sé que no pondría reparo. Ya digo que todos lo queremos bien, y me acuerdo cómo lo cuidó mamá de cuando las últimas fiebres altas, por eso no hay fallo. Pero es él el que prefiere no salir.
Antes, hace años, sí que bajaba de vez en cuando hasta el salón o la cocina. Lo veías asomar su cabeza pelona y exagerada por el quicio de la puerta y ya todos teníamos preparada la sonrisa para recibirlo, porque su olor se le adelantaba en entrar y nos avisaba. Intentábamos ser naturales. Mamá se iba un momento al lavadero como que tenía que poner la secadora o tender ropa y al volver se dejaba la puerta abierta así que al descuido. Luego papá comentaba del fútbol o de si qué bien nos iba a venir la paga extra de Navidad y entonces los demás le seguíamos el hilo. Andresito se acercaba apoyándose en las cosas y rozando paredes, porque tiene problemas de equilibrio, y nosotros hacíamos que no nos dábamos cuenta de cómo iba dejando todo hecho un asco con el pus y la sangre de las llagas. Todos menos la Nena, que era chiquitina y no sabía disimular, y al final se la tenía que llevar siempre mamá para que no le pusiese caras o le llamase feo. Pero aunque intentásemos actuar con normalidad, era difícil evitar esa cosa que había en el ambiente. Y no me refiero al olor, sino a un algo molesto, como si sintieras un ciempiés corriendo por tu espalda o tuvieras las manos pringadas de mermelada. Andresito lo notaba, y por eso ahora no baja, para no incomodar. Por más que le insistimos con que esto no era así, con que si para todos como el que más de la familia y que no fuera tonto, él tonto no es y no nos creyó. Y así. En el ático.
Ahora que ya hemos avanzado algo en la partida, le ha cambiado el gesto. Está muy serio con esa postura con que él se concentra, la cabeza ladeada, apoyada la oreja en el muñón, que sí, que al final le ha sangrado de rascarse, aunque parece no importarle. Para mí que voy bien, todavía no me ha comido nada y yo a él un caballo y un peón. Aunque con mi hermano nunca se sabe, porque creo que a veces me deja ventaja a propósito para que no le sea tan fácil.
Mueve. Alfil siete caballo rey. ¿Qué buscará? Uhm... Mejor enroco ahora que aún estoy a tiempo. Me encanta esto del enroque, es chachi mover dos piezas a la vez. ¡Ufa! Ese brillo malicioso en los ojos me lo conozco. Caballo seis alfil rey. ¿...? Oh-oh. Mi reina. Retirada, retirada, ¡rápido! Adiós peón, pero la reina es la reina. Vaya, y ahora doble jaque a las torres. ¿Pero es que no hay quien pare a ese caballo? Se avecina masacre, tenía que pasar. Aunque... ¡un momento! Si muevo el alfil ahí... No puede ser. Espera que miro otra vez, tiene que haber truco. Pero no, no lo hay y Andresito también se ha dado cuenta de su error. Es mal tahúr y le conozco bien esa cara difícil que tiene, le ha empezado a temblar el belfo y vuelve a rascarse en el muñón. A su rey le queda menos vida que a una mosca en una telaraña.
Me demoro un rato, recreándome en la inminente victoria. Él advierte que he visto la jugada y un sonido agudo sale de su boca, como la Nena cuando le viene el asma. No puedo creer que vaya a ganar. Los demás sí que no lo creerán cuando les diga y qué burro Andresito, tan cegado en su caballo que no vio mi alfil en la esquina, que ni me acuerdo para que lo puse ahí pero lo mismo, de chiripa también vale y hasta me parece mal que ahora se ponga a hacer cuento como si se estuviera poniendo malo o me quisiera intimidar con su siseo y los ojos en blanco, le digo riendo que pare ya y que sea buen perdedor, pero no para y hace como que le cuesta respirar hasta ponerme nervioso, porque quizás no es de mentira y la saliva y esa cosa como pelos de gato no las echa a propósito y mejor llamar a mamá, por si de verdad le pasa algo, aunque seguro que no y hace teatro para ver si me olvido de la partida, que ya nos conocemos, hermanito, mira cómo muevo el alfil, jaque al rey, mate en tres y te fastidias.
Pero igual la llamo por si acaso. Así, de todos modos, le enseño que he ganado a Andresito. |