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Inicio / Cuenteros Locales / JUANPIX / RADAMANTIS (PARTE 4)

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Enrique se sirvió un trago de tequila y no dejaba de moverse de un lado para otro. Estaba incómodo, a veces lo oía que murmuraba ciertas cosas, pero nada me decía. Cuando llega la muerte hay que guardar silencio, la muerte estaba en mi cama. Eran alrededor de las cinco de la madrugada y no había respuestas. Mi mente estaba tranquila, cosa que me sorprendió. Había un libro tirado en el otro extremo del sofá, estiré mi mano hasta alcanzarlo, pensé que Enrique iba a impedir dicho movimiento. No, él estaba ensimismado, yo quería que él me dijera algo. Cualquier palabra. Prefirió el silencio y el tequila. Apenas se veían los objetos en la habitación, estaba el sol nuevamente floreciendo. En fin, no lograba distinguir qué libro tenía en mis manos. Pensé que no sería un libro de Puig. Imposible. Sólo mi madre leía a ese imbécil.
Enrique suspiró fuertemente. Me iba a hablar.
- Hijo de puta, estoy cansado de tus estupideces.
- Enrique, no exageres.
- ¿Exagerar?. No Radamantis.
- Necesito que me ayudes amigo.
- No, estoy cansado, me escuchas, me tienes aburrido. Siempre es lo mismo. Siempre te equivocas, siempre culpas a tu padre. Mataste a una niña imbécil...
Esas últimas palabras fueron con ira. Sus ojos estaban desesperados. Lo reconozco, temí por mi vida. Apreté el libro que tenía en mis manos; Enrique volvió a pasear por la habitación, ahora murmuraba en voz alta, enojado, maldecía, me estaba maldiciendo. Yo trataba de controlar la situación, mi amigo iba a explotar en cualquier momento. Al fin pude ver el nombre del libro. Era un libro de ciencia ficción. Evidentemente, debí suponerlo. Enrique es un fanático de todo lo que sea futurista. En fin, en mis manos estaba el libro, quería lanzárselo por la cabeza. Enrique se sentó unos instantes y volvió nuevamente a pasearse por la sala. Yo comencé a leer “El hombre invisible” de Wells. Recuerdo haber visto la película. Wells intentaba contarme la historia de un hombre invisible, en el fondo yo no necesitaba nada de esto... yo era invisible... uno tiene esa sensación cada vez que se levanta por las mañanas. En otras palabras, nada nuevo iba a encontrar en el libro. Me imaginé mi vida, la encontré vacía, rodeada de recuerdos junto a mi madre, de sus novelas de Puig, de las tristes historias que contaba sobre mi padre, de cómo empecé a odiarlo sin conocerlo. Así es la vida; tan fácil. Mi vida se podía resumir en el título de este libro. Se me cayó el libro de mis manos. Me dio pena descubrir la inutilidad de mi existencia. Es decepcionante descubrir que toda tu miserable vida se puede reducir en tres palabras: El hombre invisible. En fin, pensé, por lo menos no necesito mi nombre; alguna vez pensé que era único. El único idiota que se llamaba Radamantis. Nunca me he sentido orgulloso de eso.
Enrique me hablaba.
- ¡Radamantis! —gritaba—. ¡Eh, Radamantis!
Mierda, pensé. ¿Me va a pegar?
- ¿Sí? —pregunté.
- ¿Qué haces?
- Esperar tu ayuda...
Enrique se acercó, me cogió del polerón y me levantó.
- ¿Mi ayuda?
- Eres mi único amigo...
- ¿Tu amigo?
- Sí.
El libro estaba en el suelo. Había un calcetín debajo de la mesa de centro. Todo era confuso; mi mente daba muchas vueltas y vueltas. Sentía el aliento de Enrique. No sé por qué, pero quise besarlo en la boca. Fue un pensamiento, mi mente estaba alterada.
- Qué hermoso —dijo, y me tiró contra el sofá.
- ¿Qué vamos a hacer? —dije asustado.
- Eres un completo idiota Radamantis. Debería mandarte a la mierda y llamar a los pacos.
- Eso sería una gran ayuda.
- No te das cuenta. Si te denuncio tú vas a la cárcel.
- Es una alternativa.
- ¿Podrías dejar de tomarte las cosas a la ligera?. Asesinaste a una niña. Eres un pedófilo de mierda.
- Yo no quería. Fue un impulso.
Pensé que la sangre de la muchachita iba a manchar mi cama. Debí colocarla en la tina. Soy un idiota.
- Debes irte Radamantis, debes irte de Talcahuano.
- ¿Adónde?.
- Ese es tu problema. No puedes quedarte aquí. No puedo seguir viéndote todos los días. Si no te vas, mañana yo te denuncio.
- Fue un error. Enrique tú lo sabes. La carne es débil. Me cuesta tener una relación estable con alguien. En realidad...
- Sí, ya lo sé. La culpa es de tu padre.
Lo miré con odio. Esas palabras me las dijo con tono de burla. Para mí no es gracioso hablar sobre mi padre. No cuando lo quiero matar.
- Debes irte hoy día. Tú verás que harás con el cuerpo. A las seis de la tarde yo te iré a denunciar. Has llegado muy lejos esta vez Radamantis. Debes detenerte.
Enrique se sentó y empezó a fumar un cigarrillo.
- Maldita sea, ¿Por qué mierda lo hiciste?
No contesté a esa pregunta, no había respuestas posibles.
- He intentado pensar que todo esto ha sido parte de un estado mental alterado tuyo. Traté de ayudarte, pero es imposible Radamantis. La imagen de esa niña la tengo en mi mente como si yo fuera quien la asesinó.
El humo del cigarro se acercó a mis narices. Quería fumar, pero no me atreví a pedirle un cigarrillo. Enrique seguía en su conversación.
- ¿Por qué no te entregas? —dijo.
- Debo encontrar a mi padre —dije
- Sí —dijo él—. Tu famoso padre. ¿Y sabes dónde vive?.
- Pensé que vivía aquí en Talcahuano.
- Sí, eso me dijiste hace dos años. Tu padre. La persona que más odias en todo el mundo. La promesa que le hiciste a tu madre. Nunca te he visto que lo buscaras.
- Mi búsqueda es silenciosa. Debo evitar que él se entere que le busco.
- ¿Piensas que va a huir de ti?. No seas ingenuo. Con suerte se acuerda de tu existencia. Quizás recuerde tu nombre por ser tan raro.
- Quizá debiera irme a la cama contigo —dije
- ¿Estás loco? —dijo Enrique, levantándose—. Eres un maldito demente.
Los perros ladraban y me inquietaban mucho.
- Yo siempre he estado enamorado de ti Enrique.
- Cállate —dijo.
- Te amo.
- Cállate o te pego maricón de mierda.
Volvió a caminar por la sala. Yo me saqué el polerón que me pasó Enrique. Estaba mi dorso desnudo. Quería que él viera mi cuerpo. Él no me miraba. Pensé que debía desnudarme. Pensé que debía sorprenderlo y agarrarlo a besos como lo hice con la niñita. Todo era confuso.
- Debería besarte ahora —le dije —. Si después no te veré nunca más.
- No —dijo él—. No quiero que me bese un pedófilo.
Sonó la alarma del celular.
- ¡Enrique! ¡Enrique!
- Debo trabajar en unas cuantas horas...
Me acerqué a él. Enrique estaba sentado y miraba el suelo. Yo estaba decidido. Sabía que Enrique no me rechazaría.
Tomé su mano.
- ¿Vamos a la cama?
- Maldición, no.
- Está bien, Enrique. Pero esta será la última vez que nos veamos.
- No lo entiendes Radamantis. Todo es fácil para ti.
- ¿Una ducha?
- No cambias. Mejor vete, tienes poco tiempo antes de que te acuse.
- Está bien. Vamos. ¿Te corro la paja?
- No.
- ¿Me la corres tú?.
Me bajé los pantalones y calzoncillos. Mi pene estaba colgando a la altura de su boca.
- Nunca te voy a olvidar muchachito. Mi Enrique, siempre serás mi único hombre. Vamos, aquí estoy. Aún no me he ido.
- ¿Tu único hombre?
- Sí, mi único hombre.
- ¿Qué será de ti? ¿Dónde vas a ir? ¿Por qué la mataste?
- Eso es, mi niño, llora, llora.
Le quité el vaso que tenía en su mano. Con esfuerzo le saqué la casaca y comencé a desabrochar su camisa..
- Mi chica se va para siempre —dijo Enrique—
Tomó mis manos y la acercó a su cintura. Sentí sus labios que besaban los míos. Yo desabroché acaloradamente sus pantalones hasta llegar a su pene y correrle la paja como si nos faltara el tiempo. Enrique comenzó a besar mi cuello. Los dos estábamos desnudos. Poco a poco, me dejé dominar por sus actos. Él era el hombre, yo era su chica. Me chupó el pene con furia, pensé que me lo iba a sacar con los dientes. Ninguno de los dos se acordó en ese momento de la niña. De la pobre Nicole que estaba muerta en mi cama. Ninguno de los dos se acordó que esa era la última vez que nos íbamos a ver. No pensamos en despedida, sentí cómo su pene ingresaba por mi culo, grité como loca suelta, grité de la misma forma en que lo hizo la muchachita, con dolor, con miedo, Enrique era un potro salvaje y yo una cabra suelta. No pensábamos en nada. Ninguno se dijo adiós, esa madrugada hubo carnaval.

Texto agregado el 16-04-2009, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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