Me había prometido a mi mismo no escribir durante un tiempo. Hoy, no pude cumplir con la palabra interior. Pero en adelante la cumpliré.
Que nadie se sienta ofendido por el contenido del texto. Así también es la vida. Y si a alguien le cae el sayo, que se lo ponga.
Otoño. Noche oscurísima. Una mansa lluvia lava la ciudad, los campos y las islas.
“Madre: sé que me criaste en un capullito de algodón, lloraste durante mis enfermedades, me sobreprotegiste. Me cuidaste tanto que planificaste toda mi vida, en su detalles y mínimos movimientos. Como un mecano me manipulaste. Siempre.
“Hoy no te grité, tampoco te insulté. Simplemente dije No a la planificación que hacías, hora por hora, de este fin de semana mío. Enloqueciste, mamá. Con tus palabras, al principio, me vejaste. Me expulsaste de la casa. Y lo peor, al final, con rabia y maestría, me mataste interiormente. Estoy seco. Sin morada alguna. Una estrella apagada que, salida de su centro, fuga sin rumbo hasta que choque y estalle.
“Maldita seas, madre. Mil veces, ¡maldita!
“Eres una víbora ponzoñosa.
“Sí, señora, Usted asesinó a su hijo. ¡Maldita seas!
“Con toda la crueldad femenina, que pega justo en el centro del dolor, fuiste certera.
“¡Eres una rata! Vuelve a tu cloaca.
“¡Maldita! ¡Mil veces maldita!
El cielo se desplomó en llanto. Y el agua cubrió la ciudad, los campos y las islas.
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