Desde muy niño me sentaba apoyando mis codos en las rodillas y mis manos sosteniendo mi cara, en los alrededores, a la espera de la salida del cortejo.
Los difuntos se velaban en las propias casas, y después de un día llegaba la carroza fúnebre y se apostaba frente a la puerta de la casa. El cochero estaba vestido con traje especial, de estrictísimo luto, con levita, guantes y combo negro en la cabeza.
El rezo me provocaba un estremecimiento. De repente el coro de voces que cesó abruptamente me indicaba la salida del féretro y poco después partía la caravana encabezada por esa espectacular capilla negra. Una carroza tirada por seis corceles blancos avanzaba lentamente con su cortejo fúnebre, mostraban también el luto en el color de las cobijas y tapados de terciopelo, en sus arreglos de cabeza que consistían en grandes penachos de plumas negras. La cruz sobresaliente de su cúpula brillaba con el reflejo del sol implacable que caía lacerante sobre los caminantes de barbillas soldadas a los pechos sudorosos y agitados.
Esa cúpula soportada por cuatro columnas lustrosas con tallados ornamentales daba sombra a quien ya no la necesitaba en esa tarde de verano agobiante.
El féretro color caoba lucía el mismo brillo de esa carroza que parecía construida en ébano al igual que los rayos de madera de las grandes ruedas con aro de acero y goma en su rodaje para silenciar la marcha. Silencio que no era tal pues lo rompía el rítmico sonido de las patas de los corceles. Esos corceles con pompas en sus cabezas erguidas que completaban su esbeltez con los lustrosos arneses dorados.
Luego de pasar esa hermosa pero lúgubre carroza tirada por sus corceles, doce metros que transportaban la muerte, solo dejaba fuera de mi admiración al hombre sobre su pescante.
No era su traje, o su sombrero o sus botas impecables del conductor lo que me desagradaba. Era el hombre, su conductor quien desentonaba. Todo de negro y su palidez estaban acordes, al igual que su atribulada y compungida imagen de circunstancia. El desagrado no me surgía por su vestimenta o por su “oficio”.
Las campanas comenzaron a sonar con su hermosa música cuyos ecos, ritmo y sonido provocaba en todo el valle donde se asentaba la iglesia, la profundización del silencio de los pájaros y la paralización de los humanos. Creo que hasta los reptiles quedaban como clavados ante ese sonido.
Como entrenados por milenios ocho hombres ingresaron por la puerta de la iglesia portando el féretro. Sus tacos marcaban los pasos de quienes por las alas laterales se distribuían avanzando hacia el altar.
Esos tacos producían ecos en la otra cúpula. En la cúpula del templo. Ecos que le preanunciaban al difunto recibiría su despedida, con un cura presto a ejercer la ceremonia del funeral, junto a quienes lo amaron.
La imagen de la Virgen de manto negro allí arriba como mirándonos con dulzura y resignación acompañada por ángeles con caras de niños y cuerpos alados me subyugaba. Solo quedaba fuera de mi admiración el hombre pese a su pulcro hábito en el púlpito.
No era su vestimenta u “oficio” para con la liturgia, todo impecable del prelado lo que me desagradaba. Fue lo tradicional y sin deslices en lo mas mínimo. El hábito pesaba más que una mortaja.
Cual coro adiestrado y entrenado en esas cosas comenzábamos con la oración consabida por los siglos de los siglos.
Pater noster qui in caelis, sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum. Fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra. Panem nostrum quotidianum da nobis hodie. Et dimitte nobis debita nostra, sicut Et ne nos dimittemus debitoribus nostri. Et ne nos inducas in tentationem: Sed liberanos a malo. Amen.
Si bien Su voluntad estaba hecha, he esperado siempre se cumpla lo de “adveniat regnum tuum”.
Siempre esperaba algo mágico en los funerales, una señal, algo que me dijese lo cierto de la suplica; que alguno ganaba un lugar en su reino.
¿Lo veré únicamente cuando sea el actor principal del funeral y alguien rece por mí?
Si es así, agradeceré al conductor de la carroza y al cura que oficie el funeral, a quienes culpaba, pues en alguien descargaba mis dudas de que es lo que salía mal.
Siempre esperaba un rayo de luz descendiera sobre el difunto.
Mi madre decía que todos imploraban con sus rezos y llantos por la señal que indicara su partida a la morada celestial y eterna. Pero esta actitud no la notaba en el cochero y el cura que tenían sus rostros circunspectos, pétreos, de pasmosa frialdad. A ellos les atribuía el fracaso del ritual. A ellos había visto sonreír cuando finalizaban su tarea.
Hoy estoy viejo, con hilachas de fe, mis dudas se acrecientan al no encontrar el encanto de otras épocas en semejante rituales, ya no existen. Ya no percibo aquel silencio, no hay trance sin aquel latín, no existe la hipnosis del desfile bajo el sol, ya no es costumbre la carroza, ni es hábito la sotana, solo para oficiar misa.
Aunque para muchos los ritos no sirven de nada, para aquellos supersticiosos como yo, que escudriñamos en cada cosa el sentido de nuestras vidas, solo nos va quedando la certeza de haber visto y palpado cosas que han desaparecido, inocuas para muchos.
Dejadas de lado aquellas ceremonias estremecedoras por falta de actores, me privarán el goce de ser algún día el actor principal de semejante espectáculo. Espectáculo que siempre soñé se coronaba con un rayo de luz indicando la aceptación para entrar en el Reino del Cielo y yo nunca pude ver.
Espero que por lo menos alguien pida por mi con esa letanía; Pater noster qui in caelis…….
El Quinto Jinete
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