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Inicio / Cuenteros Locales / fmurano / ¡Levántate, hijo mío!

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Mi alma atravesada, con certera precisión, por el doble filo de la Palabra, se arrastraba agonizante por los senderos oscuros de la desolación. El ácido jugo de la envidia, disolvía la tenue luz de amor que aún anidaba en mi corazón. Débil como pétalo de azucena, bajo el mortal roció invernal, se mantenía tambaleante en mí, un delgado hilo de esperanza. El justo. El justo, inmune al golpe de la afilada espada de la justicia Suprema, era mi celosa perdición. A su vez era el último deshilachado cabo, para sostenerme y evadir mi atormentado cuerpo del hondo precipicio de la muerte.
Mi culpa profusa y lacerante me empujó a recorrer el camino del peregrino. A lugar alguno conduce dicha senda. El principio: mi pobre ser; el fin: el monje del árbol. Luminosa mañana acompañó la partida, noche oscura mi llegada. De lejos vislumbré, apenas develada por la luna, su encorvada silueta. De cerca acredité, detalles de su figura. Túnica del color de la tierra, barba nívea, ojos recortados de un límpido cielo.
—Hijo mío, dime tu pesar —me recibió, como bálsamo vivificante, su voz bondadosa.
—Padre, he caído —confesé tembloroso, arrepentido.
—¡Levántate, hijo mío! —exclamó el monje. Escueto, discreto, misericordioso.
Extraño viaje de retorno fue el mío. El principio cambió luz por tiniebla; el fin tiniebla por luz. Curiosa coincidencia con el camino de mi alma: oscuro inicio de mi entendimiento, paso a paso iluminado por el fulgor de las palabras del monje. Pequeñas velas que una a una se encienden y dejan al descubierto la casa decadente.
“¡Levántate!” se me indicó. Se levanta el que ha caído o el que ha sido derribado. La espada hirió al monstruo, la luz desenmascaró su horrible cara. El dragón, culpable de mi caída, siente el golpe, libra su primera batalla y en el final de mi regreso, cae derrotado y se aleja.
Cuarenta días y cuarenta noches han pasado. De pronto la tranquilidad de mí espíritu es abatida por la renovada embestida del Leviatán. Su rostro ha cambiado, su expresión está dibujada de soberbia y vanagloria. Desprevenido me ha tomado. Ay, porqué no he reforzado las murallas de mi fe, cuarenta días he desperdiciado.
Como transitando por un círculo, recorro los mismos pasos por el camino del peregrino, el encuentro con el monje, el mismo dialogo:
—Padre, he caído.
—¡Levántate, hijo mío!
El mismo regreso, el mismo combate, la misma victoria.
Ahora sí, “ya no cometeré el mismo error”, me juro a mí mismo. Tonto de mí, mis fuerzas, mal había medido. La serpiente antigua lo sabía, agazapada en las tinieblas esperó otros cuarenta días y cuarenta noches. Con la máscara de la lujuria regresó para atormentar mi débil humanidad, para derribarme sin piedad. Me levanté otra vez, pero insistente y despiadada la bestia volvió por mí. Una y otra vez. Gula, avaricia, pereza e ira: aborrecidos regalos que depositó en mi frágil corazón.
Desanimado, avergonzado, acongojado, recorrí por última vez el camino hacia el monje. Pareció no sorprenderse de ver mi pusilánime figura por séptima vez.
—Hijo mío, dime tu pesar —dijo sin siquiera mirarme.
—Padre, he caído ¬—dije preso del llanto y del pesar.

—¡Levántate, hijo mío!
—¿Hasta cuándo, padre? —pregunté humillado por mi redundante proceder.
—Hasta que la muerte te encuentre: o caído o levantado —contestó, clavando en mis fatigados ojos, su mirada compasiva —. Reiteradas veces has recorrido el camino del peregrino, y en esto con sabiduría has obrado, pues este camino no es otro que el arrepentimiento. Si en los futuros combates no resultas victorioso, no dudes en recorrerlo una, diez, mil veces. Aquí te esperare para decirte: ¡Levántate, Hijo mío!

Fin

Texto agregado el 13-04-2009, y leído por 102 visitantes. (0 votos)


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