El ceño embravecido ya formaba parte de su fisonomía cotidiana. Al verlo un temblor frio se apoderaba hasta del más valiente, la carne se estremecía desde dentro levantando lo vellos de cada rincón del cuerpo. Parecía que la oscuridad era su cómplice y la alegría su mayor enemiga.
Su mirada era gélida y perdida en el destiempo, sus ojos siempre estaban fijos, como mirando la inmensidad de la nada. Juan sin miedo avanzaba con pasos de elefante, firme y haciendo retemblar hasta las entrañas el suelo que pisaba. Su cuerpo era gigante, miraba desde su panóptica los sucesos, las historias que se tejían en el pueblo, cada acción, cada omisión era vigilada por la fría mirada de Juan sin miedo.
Todos sabían que no podían esconderle nada, que él se enteraba de cada secreto; pues el rumor del viento se los confesaba. Los culpables no se atrevían a mirarle temiendo revelarle con sus ojos, con sus gestos o simplemente con el sudor que destilaba por sus rostros los pecados capitales que les atormentaban en silencio.
Los forasteros al verlo venir hacia sus frágiles humanidades huían despavoridos como quien se encuentra con el demonio mismo, como si él les fuera a robar su alma, como si su aliento matara.
A Juan sin miedo, nada lo asustaba, ningún obstáculo lo detenía (de ahí su apodo), su audacia era un mito en el pueblo: en la inundación del 87, Juan atravesó caminando el caudal del río furioso, las corrientes se partían sobre él sin vencerlo; una vez rodó por una pendiente como un bulto de heno, y al final de la picada Juan sin miedo se levantó, limpió su ropa y ascendió de nuevo la montaña.
Algunos quisieron matar a Juan sin miedo, decían que era el hijo del diablo, el ángel del infierno que venía a ponerles los grilletes del averno y hasta que traía las desgracias al pueblo. A tal punto llegaron que una vez le dispararon desde un balcón seis plomos ardientes, tronado el último Juan se levantó incólume del suelo, ni uno solo había logrado perforarlo.
Juan sin miedo continúa su existencia, ya nadie se atreve a hacer algo contra él, dicen que de los que le dispararon ya no queda ninguno, todos murieron por causas indecibles.
Cada día, cuando el sol se está poniendo, en la vera del río se ve a Juan sin miedo andar a paso acelerado. Camina rumbo a su pequeña choza donde sabe que va a encontrar a su amante madre, dispuesta a lidiar con el mongolismo de su pequeño Juan, el hijo natural que nació bobo y bobo morirá.
|