Las almas circunstanciales que me acompañan en mi pesar, y en parte culpables de él (y digo circunstanciales y parcialmente culpables porque sé que mil vidas distintas darían mil sufrimientos equivalentes: mi maldición está en mi naturaleza y las circunstancias sólo dieron lugar a una de las posibles condenas), pretenden librarme de mi sufrimiento. En el fondo, me da dulzura su ineficaz intento, y eso me hace sufrir más: saberlos intentarlo, saberlos sentirse culpables, saberlos sufrir. Se me acercan y me dicen -¡Eres libre, se feliz!- -¡Haz lo que te plazca!- y yo les contesto a cada uno con una sonrisa amarga, la última que me queda bajo la manga, y con una maldad alegre (alegre de verse destruyendo corazones, el mío propio inclusive), -no gracias, seré infeliz-. Inmediatamente, la tristeza, la melancolía (viven a mi lado y todavía cometo la insolencia de confundirlas), me invaden desde todos los frentes: por hacerlos sufrir cuando sé perfectamente que ellos sólo querían lo mejor para mí; cuando sé que ellos son mera circunstancia de un sufrimiento actual que de haber sido todo de otra forma, habría existido igual pero con otras excusas; cuando pienso en lo incorregible de mi naturaleza que se ase al dolor, tanto cuando la empujan como cuando quieren alejarla de él, cuyo complejo criterio de la tragedia la obliga a condenarse al más alto sufrimiento: el negar para siempre el todavía-puede-ser*.
*Mi todavía-puede-ser es renunciar a la vida y hundirme definitivamente en mi filosofía, o corregir mi vida uniéndola a ella. Ambas cosas imposibles debido mi naturaleza amante del victimicismo.
Mi todavía-puede-ser es el temor a un tiempo que pasa. Que ya pasó y me hizo tarde el mundo. ¿y ahora qué? Y ahora, la nada. pero es mentira. |