es probable que nos hayamos despedido sin saberlo, esa noche, con ese abrazo en particular, en la esquina de tu casa ahí en Doblas con Alberdi mientras los ruidos de los autos se apagaban y el semáforo cambiaba una y otra vez, con la reiteración propia de cuando lo demás sigue fluyendo sin que preocupe si la luz ha cambiado a rojo o al tono amarillento maldito de la señalética de cruce peatonal. no importaba si la farmacia de la esquina seguía funcionando o si el chino estaba por cerrar el local de la vuelta ya. no importaba si tu ropa olía siempre como a humedad por la oscuridad que le daba a tu departamento el edificio que construyeron al lado del tuyo o si la noche anterior me habías dejado esperándote sola en el hostal. no importaba más que estar, por nueve días, en la misma ciudad y el paso del tiempo, de eso mismo que cantaba el Birabent de los dos, y las horas y las demoliciones y el sol y el verano.

nos despedimos hasta hoy, hasta mañana y hasta cuando se te de la gana, en tus brazos como ramas tristes y no paraba de pensar en que el puto semáforo, por favor, esté en rojo para poder cruzar apenas me sueltes, apenas me dejes ir, para no tener que quedarme parada ahí, contigo por detrás con tu cara de culpable estúpido, con tus disculpas no-sentidas en la punta de la lengua, esperando que las luces no me alcancen, no me detengan. para poder irme corriendo, derecho por Doblas, llegar hasta Rosario, doblar a la derecha y retorcerme entera. parir el dolor en silencio trazando un mapa mental de tanta farsa, del haber viajado incómoda casi veinticuatro horas en bus para estar en esa esquina, derrotada mirando de reojo si alguien que se pareciera a ti me seguía esas tres, cuatro cuadras. pero el desfase de las sombras se perdían entre las fachadas casi continuas fugándose hacia atrás.

tanto hijo de puta y la conchadesumadre.