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Las cinco de la tarde de los domingos es una hora crítica, vaya que lo es. Especialmente desde este ventanal inmenso. Bogotá se extiende abajo como un titán dormido esperando para devorar lo que queda de Sabana. El sol, que rara vez se deja ver la cara en esta burda Londres sudaca, hoy quiso aparecer y llena esta nostálgica estancia de tonos violáceos, naranjosos, rojillos si se quiere, y aquí, en mi escritorio, el fantasma que quiero borrar.

No vayan a pensar que se trata de un recuerdo romántico. Todo lo contrario. Culpable era de que germinara en mí un odio visceral. Sí, en mí, el que nunca supo de pasiones extremas, el profesional de los crucigramas, conocedor de marcas de tabaco y ermitaño por convicción.

Pero no me ocupa eso, no hoy. Uno no se acuerda de sus muertos un domingo a las cinco y cuarto de la tarde, menos si hay café fresco y un cigarrillo esperando ser víctima de la inquisición del encendedor. Adiós papá. Arda en el infierno, que yo ya olvide el puñal en mis manos y su sangre inundando el tapete favorito de mamá. Pobre mamá, tan muertecita por culpa suya. Tan suicidada. Tan-qué-se-yo.

Mil quinientos cincuenta y tres días han pasado. Mil quinientos cincuenta en la prisión. Tres en esta extraña libertad. Uno se acostumbra a ver barrotes, a coleccionar retazos de revistas. Dumar, mi compañero de celda coleccionaba las contraportadas del periódico amarillista, mujeres en bola, tetas coniformes, redondas, negras, rosadas, puntudas, era un grimorio de senos. Yo coleccionaba los crucigramas, que solucionaba siempre días después de publicados, para que nunca me faltaran, aunque debo decir que aún no se cual es el maldito río de siete letras que empieza por ka y termina en ele, que está Kazajistán y que desemboca en el lago Baljash.

Ya todo eso quedó atrás. Ya no colecciono los crucigramas. Los lleno tan pronto compro el diario. Supe que mataron a Dumar. Intentaron violarlo y se resistió. Pobre Dumar, se convirtió en una de esas mujeres del periódico a los ojos de los matones del patio.

Hoy me llamó Dana. La dulce Dana. Me invitó a un café, que yo rechace con sutil diplomacia. No sé como explicarle que maté a su suegro, ni creo que entienda los motivos que liberaron el Leviatán que dormía en mí.

Más bien escribiré. Gardel ameniza mi tarde triste con su Rosa de Otoño. Los gemidos del bandoneón, me recuerdan a Juan Molina, el del patio tercero, que cantaba como el mismito Zorzal.

Quiero terminar el libro que dejé empezado antes de la noche infausta que me encerró durante más de quince centenas de días. Es una historia dulce, de una mujer suicida que habita en una casa donde los fantasmas que la habitaron le cuentan sus historias, tratando de disuadirla de sus oscuras intenciones. Debo revisarlo bien. Pero primero, otro cigarrillo. Siempre viene bien un rubio a las seis de la tarde. Ya el titán ha prendido su traje de luces y los buses corren raudos sobre la séptima, cómo tratando de alcanzar algo.

He abierto la ventana para que el frío smog de la ciudad inunde mis pulmones mezclándose con el humo de este cigarrillo. El lejano vals de los pitos y los putazos que se regalan tiernamente los acelerados conductores me inunda los oídos y pienso en Dana. Pobre Dana. Tomando un café sola, mientras tres vendedores callejeros la abordan ofreciéndole incienso, tarjetas y chicles. Pensando en mí. Cómo ha cambiado Jorge, se dirá. Claro, cuatro años y puchito en la cárcel cambian a cualquiera, me justificará. Pero estaba porque mató a su padre, sentenciará. Hijo de puta Jorge, porque me niegas un café, un café, un cigarro y una explicación, cuestionará en mi ausencia.

Pobre Dana. Seguro la atracarán. Siempre le dije que no caminara sola por la décima y mucho menos si va sobre esos tacones puntilludos que tanto le gustan usar. Mi ventana es más segura. Aquí tengo todo el café que quiero y los cigarrillos. Y el arrume de hojas esperando ser revisadas. Y la memoria de Dana. Pobrecita Dana. Dulce Dana. Dana robada. Dana sola. Dana sin mí. Dana sin explicaciones.

Finalmente. No postergar. No postergar. Me siento y tomo la primera página en la que se lee “La Casa de los Fantasmas”. Vaya idiotez, no podía pensar acaso en un título más obvio. Qué tal “Una mujer vive en una casa donde los fantasmas quieren evitar que se suicide”, ese sí que sería un buen título. Idiota. Mil veces idiota. Dana tiene toda la razón. Dana es sabia. Tacho con un bolígrafo azul el título y escribo encima “Los Trece Apóstoles”.


***

Ya han pasado unas cuantas páginas, un par de cafés y se me acabaron los cigarrillos. Dejé la ventana abierta y una paloma se ha parado en el dintel. Es blanca. Tiene un frac sepia y dos grandes ojos fijos que me indagan. Me acusan. Me piden.

La paloma me divierte. Me mira curiosa torciendo su cabeza blanca. Le doy un poco del pan viejo que dejé anoche en la mesa y que ya parece más una roca que otra cosa. Si le tirara el pan, seguramente desnucaría el pobre avechucho. ¿Será hombre? No creo, tiene mirada de mujer. Mirada pérdida de mujer enamorada. Las palomas tienen mirada de amor, aunque también parecen paranoicas. Me da por pensar entonces que la paz, dado el hecho que la paloma es su símbolo, es igual a la paranoia.

El teléfono suena y no tengo la más mínima intención de contestar. Debe ser Andrés, o a lo mejor Leonardo. Hoy no es día de cerveza, ni de hablar de sus éxitos literarios y mi frustración editorial. La paloma no se ha ido. Por el contrario, se ha adueñado de mi ventana.

Ya no me hace tanta gracia la bendita paloma. Charlie la he llamado. Siento que en su mirada hay un brote de suspicacia, de maldad si se quiere y no, no me agrada eso. Su mirar angulado en 45 y la fijeza de sus pequeños-pero-grandes-ojos rojos me desagrada. Me siento inquirido, demandado por unos ojos que no quiero mirar.

Nunca me ha gustado que claven miradas en mis ojos. Siento que es casi como si me robaran un poco el alma Y Charlie no hace sino buscar mis ojos. Tiene la mirada Dana aquella vez que fue a visitarme a la penitenciaria. Me mira buscando verdades que resisto a dejar salir.

Le tiro de mala gana, a Charlie, el último pedazo de pan duro, con la intención de espantarlo, pero, para mi sorpresa, el muy desgraciado salta aleteando por encima del trozo de harina que da justo en el dintel para entregarse a la caída libre en los 20 pisos que le separan del suelo.

Charlie es como papá, siempre importunando. Tratando de esconder en su inquisición visual, la realidad de sus secretos. Maldito Charlie, maldito papá.

No he avanzado una maldita página en la revisión de ese texto que, por alguna inexplicable razón, siento la necesidad irrefrenable de tirar por la ventana, como el pedazo de pan, con la ilusión de mandar a la mierda el avechucho ese que no hace sino mirarme batiendo su cabeza de izquierda a derecha y viceversa como un maldito péndulo.

Tomo la primera página del texto, hago un rollito con ella y lo tiro imitando el movimiento de un lanzador de béisbol, pero una vez más Charlie ha esquivado con procacidad. ¡Strike One!

Segundo lanzamiento, una sola base, una sola dirección en que correr, o mejor volar. Pongo mi mirada fija en ese par de bolas rojas que, ni al ver el odio que refulge en mi mirada, se resigna a cambiar de dirección. Aprieto el papel en la mano y lo lanzo mientras suelto un hijueputa dulce y sonoro, casi como los que deben decirse cuando uno se machuca el dedo meñique.

El papel alcanzo a rozar el animal pero de un brinco volvió a acomodarse en la misma posición que se encontraba.

Me desespero. Charlie no es Charlie. Charlie es mi papá. Charlie viene a joderme la vida otra vez. Charlie es Don Carlos. Charlie No se va a ir. Charlie es el cuervo del cuento de Allan Poe. Charlie es mi fantasma. Charlie es una puta paloma que no tiene culpa de mi neurosis post-reclusión. Charlie es Charlie y yo soy yo.

Tomo el grueso del libro y lo lanzo contra la ventana mientras veo que Charlie, tan pronto como he soltado el montón de hojas ha abierto sus alas y se ha largado a volar. Y tan pronto como la paloma se ha ido, me doy cuenta que he botado el libro, cosa que poco me importa, hasta que recuerdo que ahí, entre los papeles estaba la carta que me hizo Dana cuando teníamos 15 años. Las hojas se hacen todas palomas y se dejan caer por la ventana y yo en un intento por alcanzar esa carta querida me he lanzado sin darme cuenta que ya no estoy ni cerca de mi ventana, voy cayendo intentando leer entre los papeles.

Pienso en Andrés. Pienso en Leonardo. En Charlie. En los papeles como palomas. El libro que ya no escribiré. Pienso en papá asesinado. En mama tan suicidada. En Dumar violado y muerto. Y mientras veo como el suelo se acerca, me parece que por la calle viene Dana corriendo mientras dos tipos la persiguen.

Maldita sea, ¡le dije que no usara tacones!



Texto agregado el 11-04-2009, y leído por 294 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
13-04-2009 Jorge, en un espacio reducido donde no hay salida sino a través del pensamiento, simplemente se expresa como sólo puede hacerlo una persona bajo esa misma circunstancia. Me agradó que dejaras hablar al personaje tal cual como él lo haría (me gustó la expresión "hijueputa"). La salida del libro por la ventana, sólo para auyentar a la palama, se convierte en un infortunio por contener dentro la carta de Dana. La prosa es limpia, sin embargo hay un detalle ínfimo que te comentaré en el Libro de Visitas. Adiós, Juan-Selva. Escibes como un verdadero escritor. Cox
13-04-2009 Jajajajajajajajajajajajajajajajajajaja, este texto es tan divertido como las malditas sopas de pasta... y no crea que lo rechazo, como rechazaria una sopa de pasta. Es solo que a veces esas sopas tienen tantas cosas dentro que se ven bonitas... ¡En serio! Hay muchos detalles que lo hacen un texto bello, partes que son sabrosas y otras que es mejor leer (u observar) que probar! ¡En serio, carajo! 5* John_Vian
 
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