No es de noche aún, pero el final de la tarde llega, lentamente, con paciencia, casi con deleite. La tarde es la única criatura que se digna en morir de una manera apacible, solitaria, romántica. Su sangre se esparce por su cuerpo nubloso y espeso, lentamente lo tiñe de fuego, de pasión, hasta que su poder oculto hace que su muerte se convierta en un conjuro para llamar a la Luna, quien ha estado observando la escena desde lejos. Ahora ambas están cerca, y se miran a los ojos, expectantes por tener un nuevo encuentro al día siguiente. Sí, la tarde es la única compañía que él poseía, le gustaba mirarla, y soñarla, y hacerle el amor a esos sueños en donde la veía.
Abel sufría por las tardes. Ellas son, como una mujer que se encarga de entregarse en toda su belleza y esplendor a cada instante de su agonía. Son las sacerdotisas del martirio, son las beatas de la lujuria, desesperadas en su sadismo por no padecer, pero con una espera que prolongaban a propósito en cada segundo de su morir. En sus sueños, Abel se sentaba en el filo de uno de los edificios de oficinas, contemplando el atardecer durante horas infinitas, el hermoso y macabro teñirse de sangre las nubes, el cielo, el sol. El fin del atardecer soñado de Abel no llegaba nunca, era eterno, celestial, intenso. Se imaginaba con los ojos fuera de las órbitas, sin parpadear, extasiado en la contemplación de aquel suicido magnífico y titánico.
Pero Abel sufría al despertar, pues su sueño llegaba a su fin, y con él, su atardecer. La madrugada era el momento del día que menos le agradaba, porque era el Apocalipsis de su deleite onírico. Durante esa mañana aburrida Abel hizo todas las cosas que tenía que hacer de muy mala gana, sin entusiasmo. Total, lo único que tenía sentido en su vida eran los atardeceres. Nada más.
Durante el resto del día Abel se dedicaba a esperar. Simulaba tener una ocupación en su trabajo monótono y desgastante, simulaba llevar una vida completamente normal, conversaba, redactaba informes, digitaba en su computador, recluso en su cubículo. Pero el alma de Abel se movía en realidad de un lado para otro de la oficina, a cada segundo en que avanzaba la tarde se agitaba más y más, como las mareas cuando llega la luna cenicienta y grande. Porque el atardecer iba a llegar muy pronto. Dentro de poco tiempo su amada daría comienzo al ritual más hermoso de la vida: la muerte. La tarde llegaría, y con ella, su alegría, su emoción de sentirse vivo por una sola vez durante ese día completamente ajeno a su ser.
Era eso lo que creía Abel. Pero algo inesperado ocurrió: La jefe, una mujer de piernas finas, largas y atractivas, de labios rojos y caderas de fuego le advirtió que esta vez no saldría temprano de la oficina, le recriminó por su absurda y extravagante manía de desesperarse por salir antes de las cinco, por que según ella la gente debía trabajar hasta que las cosas estuviesen bien hechas. Abel era un muchacho respetuoso y educado, pero no permitiría que aquella vieja insensata le arrebatase su atardecer. Peleó con todo su ánimo por salir temprano de la oficina aquella tarde: fingió una cita urgente, alegó que no podía faltar, levantó la voz. Nada de eso le valió. Iracundo y desesperado por no llegar tarde al momento más importante de su vida, Abel amenazó con renunciar, haciendo un escándalo en la oficina. Estaba furioso; su voz retumbó por todo el piso, sus puños se agitaban al viento, su rostro enrojeció. Nada de eso sirvió: La maldita y hermosa mujer amenazó con demandarlo si renunciaba, por “incumplimiento de contrato”.
Esa noche Abel trabajó en la oficina hasta que vió que su jefe salió de ella. Entonces la siguió. Nadie le quitaría su atardecer, a pesar de que ya eran las siete de la noche pasadas.
Ella seguía su camino. La noche era nublada, oscura, impulsaba un frío penetrante para advertirle a las almas humanas que se posaban pobremente en tierra que el círculo de la vida terminaría pronto.
Abel conducía endemoniado, poseído por la furia. Molesto con aquella deliciosa hembra que le había arrebatado el único momento del día que valía la pena.
Aquella mujer viró en la carretera solitaria y húmeda. Abel la siguió por un rato más, esperando el momento preciso para recuperar su atardecer.
Cuando la dama salió de su vehículo, en frente de su residencia, fue asaltada por una oscura figura que intentó arrastrarla hacia un auto. Ella forcejeaba, intentaba gritar, daba manotazos al aire y hacía todo lo posible por salir de aquellos brazos extraños que la aprisionaban con fuerza, como si fuesen las tenazas de la muerte. Pero el hombre no cedía. Sabía que era un hombre por su respiración grave y animal, por su fuerza, por sus manos duras y ásperas. En medio de la confusa lucha ambos cuerpos cayeron al asfalto, y ella logró alcanzar una roca lo suficientemente grande como para golpear a su agresor en el rostro. Así se escapó del criminal, quien sólo acertó a decir una grosería al tiempo que se incorporaba. Entonces ella corrió, iba a gritar socorro, pero él saltó sobre ella, la tumbó al suelo, y comenzó a golpearla hasta dejarla inconsciente.
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Abel sentía ahora en su rostro húmedo por la sangre un cosquilleo enorme. Era la dicha. Tal y como en sus sueños, veía ahora con ojos desorbitados el líquido vital regarse sobre el cuerpo desnudo de aquella voluptuosa mujer, empapándola, al igual que la tarde empapa las nubes y el cielo con su sangre, volviéndolo todo de un rojo apacible cuando agoniza. Había cortado las venas de la tarde, les había extraído la vida en medio de la noche. Por fin tenía su atardecer, y lo disfrutaba como en sus sueños infinitos. El placer que lo embargaba viendo a aquella mujer desnuda, tendida sobre la alfombra, con unas profundas y oscuras heridas en sus muñecas de plata, lo recorría como el fuego traslúcido del atardecer recorre las nubes negras y contaminadas de la ciudad, le producía el mismo escalofrío de todos los días a las seis, hora del placer en que se ensimismaba al igual que en las noches con la admiración de su amada furtiva, de su delirio mojado de sangre. La tarde era hermosa, vomitando su existencia sobre los sueños blandos y esponjosos de Abel, sobre el cuerpo inocente de la muerta, sobre los delirios del cielo demente que cobija al mundo poblado de hombres sin sentido.
Y una vez más, al igual que todos los días a las seis, al igual que sus sueños, la luna amarillenta asomó su rostro lúgubre para contemplar la escena, ansiosa por velar la muerte de la tarde de Abel.
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