Nadie me dijo que no podría entrar. Fue un impulso que me llevó a buscar el calor del sitio. Afuera, la lluvia y el viento helados no prometían nada placentero. Adentro, las curvas peligrosas de Sara eran el mejor bálsamo contra la depresión. El lugar, no obstante las oscuras esquinas y la pobre luz neón, era bastante acogedor. Los pocos clientes prestaban más atención a sus copas que a las copas carnudas y pomposas de Sara. En una de las mesas, dos hombres observaban con nerviosismo la rutina nocturna del bar. Sus ojos se concentraban en la forma como se movían los cuerpos. La manera como se intercambiaban caricias disimuladas las dos parejitas del fondo, como si el mundo se fuera a acabar esa noche. En el espacio reservado para los poderosos, un hombre con varios anillos en sus dedos regordetes, intercambiaba miradas con las puticas que se sentaban en la barra. Sus escoltas, con cara de asesinos benignos, veían más allá de los escotes de Sara, mientras se contorneaba su cuerpo al ritmo desenfrenado de la música. Entre tanto, el dueño del sitio lanzaba órdenes y contraórdenes a sus subalternos para que no faltara el licor y el sexo.

Sé que no era el mejor momento. Que había mucha tensión y muchos mundos girando en torno a Sara. Que cada uno de los presentes soñaba con tenerla aunque fuera un instante para demostrarle que el cielo sí existe en la tierra. Pero es que las ganas pueden más que la prudencia. Hoy, en medio de mi delirio, puedo decir que salvé su alma, así la mía se haya condenado a la aburrida eternidad.