Es lunes. Nunca he podido entender los lunes. Son las diez de la mañana, estoy recostado en la cama escuchando por quinta vez Sunrise al tiempo que veo en un televisor sin sonido cómo Leonardo Di Caprio le enseña a Kate Winslet a escupir por la borda en la tan premiada versión de Titanic. Me aburro, y entonces me dirijo al baño para lavarme el rostro. Pero el servicio está ocupado por mi recuerdo, quien se levantó antes que yo y se metió al lavabo, para demorarse mucho tiempo, al igual que todos los lunes.
Entonces voy a la cocina. Un cerro de platos grasosos y malolientes se amontona en el fregadero, y encima de él, una manada de mariposas negras revolotea como si fuese una sombra voladora custodiando un tesoro, igual que los lunes anteriores. Como tengo pereza de lavar los platos, tomo un tarro de jarabe, y mientras me lo bebo, subo a la azotea de mi casa para observar al vecino de la casa de enfrente trabajar. El hombre repara dirigibles. Tiene una brillante escalera de plata sobre la que se sube para arreglar los enormes globos cuya sombra alcanza a cubrir toda la manzana. En este momento está componiendo un enorme dirigible que parece una vaca; una mole blanca con pintas negras. Después de cinco minutos de ver la faena, me aburro y me meto de nuevo en la casa, pues ya he visto durante muchos lunes el mismo ajetreo. Definitivamente, yo no entiendo los lunes.
Vuelvo a mirar el baño: Sigue ocupado por mi recuerdo. Como estoy tan aburrido, decido cambiarme y salir a la calle, como todos los lunes que nunca entenderé. Me alisto pues, y bajo las escaleras para abrir la puerta que dá a la avenida. Introduzco la llave de bronce en el ojo de la cerradura, le doy vuelta, y de pronto me quedo con la mitad de la llave dorada en mi mano. En mi pueblo natal, es agüero de muy buena suerte que una llave se te rompa cuando le estás dando vuelta en el cerrojo, pero a mí no me importa que sea de buena suerte, por que es lunes. Y yo nunca he podido entender los lunes.
|