¡No será el muchacho más guapo del colegio, pero… sí el más atractivo! - Exclamó Inocencia cuando sus ojos de niña tropezaron con el nuevo mozo que ingresaba a la institución aquella mañana de lluvia torrencial que caí en nuestro barrio. Era la primera vez que Inocencia y sus amigos del barrio asistíamos a la escuela cuando llovía. En nuestra ciudad casi nunca llovía. Cuando sucedía, todo se paralizaba, y éramos doblemente felices: primero, por ser niños; después, porque no íbamos a clases.
Las pocas veces que llovía, era - casi siempre- al amanecer. Cuando las primeras gotas caían en los tejados, nuestros corazones parecían impregnarse con ese rocío. Arropados hasta la cabeza, sonreíamos y seguíamos durmiendo, no sin antes decir: ¡qué llueva, qué llueva, la vieja está en la cueva! Niños al fin, creíamos que al decir esas palabras sagradas, el cielo se abriría desbordando las aguas contenidas, sólo esperando nuestra orden para que pudiéramos seguir durmiendo.
Esa mañana, cuando Rafael -así se llamaba el nuevo alumno- hizo su entrada a la escuela, Inocencia fijó sus negros y brillantes ojos en la humanidad de aquel chicuelo de quien nadie sabía nada.
Comprendimos que Cupido había flechado el corazón de Inocencia ya que nunca antes la habíamos observado tan trasformada como en ese momento. Parecía como si todos los astros se hubieran confabulado para que en su cara se dibujara un jardín espiritual donde varias plantas se mezclaban entre sí para darle a su rostro infantil una frescura más hermosa de la que ella siempre mostró.
Rafael se acercó y dijo con un tono de voz seguro:
-¿Dónde queda el salón 4B?
Con excepción de Inocencia, todos, casi al unísono, respondimos:
-¡Allá, allá queda! Señalando con los dedos índices.
-¡Somos del mismo salón!- Agregamos con expectativa.
El muchacho agradeció y caminó junto a nosotros hasta la sala de clases.
Inocencia no decía nada. Las divinidades de otros tiempos se habían apoderado de ella: sus poros irradiaban una energía distinta a la que habíamos visto en ella hasta ese momento; su gracia natural era más notable que nunca, y sus ojos parecían depositar todo el vigor del universo sobre la humanidad de aquel chico.
Flanqueando al nuevo alumno, entramos al salón de clases. Ocupamos nuestros asientos. La maestra indicó a Rafael cuál era su pupitre y todos estábamos pendientes de él. La docente le pidió que se presentara al resto del grupo. Rafael informó que venía de otra ciudad. No hubo necesidad de que dijera de dónde; por su tonada al hablar, ya sabíamos que era de una ciudad vecina a la nuestra.
Inocencia y él quedaron a dos filas de distancia; él, después de ella. Inocencia estiraba su cuello cual jirafa para ver al chico; éste bajaba los ojos cada vez que lo miraba. Reíamos con sorna ante el comportamiento tan inusual de Inocencia. Definitivamente, Inocencia había sido hechizada por polvos mágicos que venían de otros mundos.
Terminada las clases, marchamos a nuestros hogares. Como siempre lo hacíamos, en la tarde nos reunimos en casa de Inocencia. La mirábamos como si ejecutáramos un acto de magia grupal. Deseábamos que ella materializara los deseos más íntimos que guardaban su corazón con relación a aquel chico.
¡Ah…! ¡Cómo nos hubiera gustado tener poderes paranormales y poseer la capacidad de desafiar las leyes físicas que rigen al universo para dominar a Inocencia y que nos contara todo lo que pasaba por su candoroso corazón! ¡Cómo nos hubiera fascinado ser uno de esos chamanes de los pueblos indígenas para preparar una pócima, un talismán, un ritual gitano o lo que fuera para hacerla hablar! Inocencia parecía estar en un letargo: su mirada cruzaba desiertos, subía montañas, navegaba mares y océanos. Estaba poseída por el conjuro del amor pueril. Regresamos a nuestros hogares, sin sacarle una sola palabra. Así era ella: nadie la hacía hablar cuando decidía no hacerlo.
Al día siguiente llegamos a la escuela. Cuando nos dirigíamos al salón, Rafael entró al colegio. Se acercó y saludó. Miró a Inocencia un poco más que a nosotros. ¡O al menos, así nos pareció! Sonreímos con esa risa picara de los duendes de los cuentos de Hadas. Inocencia caminó a su lado. El muchacho le habló, y nosotros deseando tener oídos ultrasónicos para oír de qué hablaban.
Así, pasaron muchos días. Mientras Rafael no estaba, ella actuaba de forma “normal”. Cuando él llegaba, la sonrisa de Inocencia ya no era solamente franca, sino mágica y sus ojos parecían hechizados ante la presencia del chico. Era como si las nubes arrojaran un fuerte embrujo sobre ella y todas las fibras de su ser se estremecieran y la hicieran vaciarse desde su interior, mostrando la plenitud de su alma. Ésta era un inmenso mar que se abatía tan fuertemente que sus olas llegaban, inclusive, a encantarnos a nosotros.
Transcurrida varias semanas, observamos que Inocencia estaba como indecisa. Nos parecía inconcebible esa conducta en ella ya que si había alguien decidida y de metas, era ella. Le preguntamos qué le pasaba, y dijo con su franqueza habitual:
-¡Ese bobo no me dice nada, y ya me estoy empezando a desesperar!
Nosotros reventamos la carcajada porque nunca habíamos visto a Inocencia tan enojada e impotente ante una situación que se le escapaba de las manos. Le aconsejamos que “atacara” primero, pero no contestó. A los días, nos informó que ella le había escrito un poema y que aguardaba por su respuesta.
Pasaron tres días, y el chico no fue al colegio. Sentados al lado de Inocencia, nos preguntábamos qué pasaba. No había señales de vida del mozo. Interrogamos a la maestra y tampoco supo qué decirnos. Al cuarto día, camino a la escuela, conseguimos un sobre blanco con un papel dentro, escrito por Rafael. La carta colgaba de uno de los árboles donde Inocencia se amparaba del sol inclemente que siempre la desesperó.
Inocencia abrió el sobre, y el papel contenía oraciones cortas: te observo a cada paso. Mi ser se engrandece cuando te contemplo. Paso las noches y días suspirando por ti. Mi cabeza está atolondrada. Sufro por los mismos sentimientos que tú. Tu risa me hace iluminar… Decía otras cosas más que ahora no recuerdo. Sin embargo, en la carta describía las cosas que Inocencia hacía día a día mientras aguardaba por la respuesta de él.
Nos cuestionábamos cómo hacía Rafael para observar a Inocencia a cada paso si nunca lo veíamos. Nos enteramos, días después, que él se subía a un árbol desde donde contemplaba a Inocencia en su diario proceder. Los amigos de Inocencia reímos, a más no poder, imaginando a Rafael encaramado en un árbol espiando los movimientos de ella. A Inocencia no le pareció nada gracioso nuestras risas.
Desde el momento en que Rafael entró al colegio por primera vez hasta mucho tiempo después, Inocencia dejó de ser terrenal: parecía que una avecilla llegaba todos los días y parándose en el ventanal de su corazón, lo acariciaba con una varita mágica, haciendo de ella una personita especial. Cada vez que hablaba, de sus labios ingenuos brotaban montañas de luces. Su mirada, siempre franca como su sonrisa, se nos antojaba más profunda y cautivante por los destellos que emanaban de sus ojos azabaches; esos reflejos penetraban en nuestras almas como rayos de luz haciéndonos reflexionar -a nuestros diez años de edad- sobre los misterios que yacían en un sentimiento como el de Inocencia por Rafael.
El amor de Inocencia y Rafael duró lo que ellos quisieron. Durante esa época dejamos de proclamar las palabras mágicas para que lloviera; todo lo contrario, asistíamos al colegio con la esperanza de volver a ver y sentir, por enésima vez, las radiaciones cromáticas que emanaban de todo el cuerpo de Inocencia. De ella, aprendimos qué era y cómo era el amor más puro y más sagrado del universo: el amor entre niños.
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