Y en un orgasmo, Arturo dejó este mundo.
Los minutos siguientes se evaporaron en el desquicio de la incertidumbre. La joven mujer no entendía lo que pasaba. De repente, estaba desnuda en el pasillo del segundo piso de un pequeño hotel pidiendo ayuda. Una hora más tarde, hasta el lugar llegaron los paramédicos para trasladar el cuerpo que yacía sobre la cama boca arriba y con el semblante rígido, pero sereno. La autopsia reveló la causa de la muerte: infarto agudo de miocardio de gran extensión o muerte súbita cardiaca. En otras palabras más populares y lejos de los quehaceres médicos: se le “paró” el corazón.
La versión de la muerte no era del todo clara, pero durante la visita obligada al velatorio, las murmuraciones no cesaron. Es indudable la capacidad innata del hombre para crearse historias, unas son divertidas y otras rayan en lo cursi; sin embargo, todas suelen existir efímeramente. La sala de velación estaba inundada de olor a cigarrillo y nardos que acompasaban dentro de enormes floreros las cuatro esquinas del ataúd. Del lado izquierdo, la familia recibía las condolencias. El buen Arturo tenía 45 años y un reconocido vicio por las mujeres, vicio que le había gastado malas y buenas noches de pasión. Su esposa e hijos lo entendieron y respetaron. Jamás faltó el apoyo económico y moral; por lo tanto, no hubo resentimiento alguno con aquel hombre cuyo único delito fue tener una incontrolable atracción hacia el sexo femenino.
Lo funerales fueron solemnes. Diez hermosas coronas, ataviadas con diversos colores florales con un pequeño listón negro, acompañaban el cortejo fúnebre. Los mariachis, a petición familiar, tocaron “el rey” de José Alfredo Jiménez y la de “caminos de Guanajuato” para hinchar el sentimiento lastimero de propios y extraños. Entre los asistentes estaban familiares, amigos y uno que otro atraído por circunstancias nada claras. Por ello, cuando una joven de bellos rasgos se acercó al féretro que se deslizaba hacia la última morada, llamó la atención inmediatamente. Pero no sólo su porte y belleza llamaron a los curiosos, sino su peculiar y pícara sonrisa que iluminó su rostro cuando dejó caer una rosa blanca sobre la caja mortuoria que se encontraba ya en el fondo.
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