La palabra no aparece. Los minutos se suceden y la imaginación se empeña en ocultar la desnudez de, al menos, una ocurrencia, una imagen, cuya única respuesta posible no sea otra que la de exhibir su pecho tumultuoso en trazos palpitantes, y me permita dar cuenta de su piel suave y líquida como la tinta. Poco importa aquello que, una vez concebida la primera expresión, continúe a modo de porvenir literario. Irrelevante resulta si, de tal postulado, se logre obtener una insípida columna de opinión, o quizás la orden que permita, categórica, la decapitación de un ideólogo acosado por una espiral lisérgica de consignas venerables y alma oscura como la madrugada. Lo preocupante ahora, en este instante, es que el reloj respira la constante muerte de los momentos y el problema, pese a la búsqueda de una salida, persiste.
De nada vale la complicidad del silencio nocturno, la agilidad de una mente descansada, o el sentimiento de armonía que recorre al cuerpo luego de hacer el amor. Una considerable provisión de cigarrillos tampoco permite evadir a una verdad que, burlona, repite socarronamente el secreto más previsible: no hay nada sobre lo cual escribir. Y, lo que es peor aún, esto no me sucede por primera vez. Por el contrario, la ausencia de todo elemento mágico o racional que posibilite la redacción de algo concreto ya suma numerosos días, y esto me ha llevado a preguntarme si todo lo que he construido literariamente hasta ahora, no ha sido más que el producto de una providencial casualidad. Si quizás la concepción de mis letras es sólo el fruto de un relámpago de poesía efímero que, a causa de un tropiezo, se ha atravesado en mi mano izquierda alguna que otra vez y sólo por algunos segundos.
Medito. Tal vez si ahora reviso mi biblioteca, alguna idea valiosa termine por aflorar. Quizás allí, en compañía de páginas geniales ya redactadas, mi imaginación simule un poco de orgullo y, al menos por vanidad, culmine por dictarme algunas líneas cuanto menos pretenciosas. Pero, transcurridos unos minutos, tampoco con este método percibo una mejoría: Artaud y Kerouac opinan sobre el aumento del barril de petróleo en todo el mundo, pero eligen darme la espalda antes de esbozarme un mínimo consejo. Por encima de sus cabezas, Boris Vian simula haberse extraviado en esa niebla que cubre a toda una ciudad en “El amor es ciego”, y se aleja entre los tomos de una enciclopedia que nunca he leído. William Burroughs cuestiona a “La Peste” de Albert Camus, por no opinar sobre el monopolio que Microsoft ostenta sin contemplación alguna. Pero ninguno me regala un motivo, aunque más no sea una idea banal, para poder modelar un escrito.
El Mal de la hoja en blanco. O la desesperación de aquel que siente un deseo voraz por retratar palabras en un papel pese a que, en ese momento y por desgracia, no tenga nada que valga la pena ser expresado al mundo. Ponerle otro nombre a esta dolencia no tiene sentido. Lo preocupante es que ese anhelo a veces se transforma en un problema; un complejo que invita a cuestionar todo lo hecho por un autor hasta ese intervalo de enfermedad. Y esto explica el surgimiento de diversos mitos, oportunos todos, que rodean en muchas ocasiones a cada escritor o aspirante a serlo. Así, se postula un tipo de visión que encuentra en el uso de un sinfín de fetiches a una suerte de saco proveedor de argumentos infalibles, y de una efectividad prácticamente absoluta.
De esta forma, se concibe un clima o una puesta en escena que, según principios metafísicos, ayudaría a que las ideas por fin broten de nuestro puño. En esta suerte de teatralización abunda la presencia de determinados aromas, bebidas, alucinógenos o algún disco o canción en particular. Las opciones abundan. Y los resultados también: están aquellos que encuentran en estas prácticas la respuesta deseada, y aquellos que no. Pero la gran mayoría nunca deja de intentar aplicar estos métodos una y otra vez.
Aún así, a veces las respuestas tampoco llegan de este modo. Y es allí donde se vislumbran quienes, sin nada que contar, igual se animan a escribir. ¿Un diagnóstico sobre estas personalidades? Claro que sí: son las más peligrosas. Y a ese grupo acabo de integrarme en este preciso momento. Ustedes saben: nadie está exento de sufrir el mal antes mencionado. De ahí que, en esta humilde columna de viernes, hoy haya optado por relatarles lo que ahora me sucede: soy otra víctima de esta peligrosa enfermedad. Pero que el miedo de la negación no los invada, aguerridos lectores: dicen que no es contagioso.
Patricio Eleisegui
El_Galo
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