- ¡Alto!... ¡No movás ni un pelo!.. ¡Estás muerto!
Esas palabras duras y autoritarias, que golpearon mi espalda, helaron mis movimientos.
La intención inicial de huir, la borró el temor a lo desconocido.
Cumplí la orden.
Permanecí agachado, con la mirada fija en el cuerpo quieto que estaba a mis pies. El espeso líquido rojo aún tibio, escapaba lentamente de mis manos. Delatando claramente mi anterior proceder.
Escuchaba la respiración detrás de mí, forzada, ansiosa, alerta.
Por un instante percibí la naturaleza alrededor; el lánguido atardecer al morir el día; el aire sostenido entre juncos y matorrales; el silencio.
Parecía que todo estaba suspendido.
Me arropó el sentir que no era un mal momento para acabar aquí. Una manta sanadora que todo lo cura. Fundiéndose en mi centro, desdichas, alegrías, miserias y riquezas.
El lento y frío deslizar del machete en su vaina, volvió a situarme en la dura realidad.
Sin ver, sabía que poco a poco el verdugo acero estaría en posición.
Esperé, entregado completamente, aceptando de ésta forma la verdad.
Entonces oí como rasgaba el aire, recorriendo un camino que terminaría de forma seca y violenta.
El golpe cortador hace saltar los restos de la víbora a dos pasos de mí.
Liberado, retomo rápidamente la faena.
- ¡Mala herida! - , comento mirando la pierna del becerro a mis pies. Está a punto de despertar. Cierro deprisa el profundo corte.
- ¡Maldito alambre e’púas! - oigo detrás.
Me levanto, giro, miro a mi amigo con agradecimiento y complicidad.
Juntos, en nuestros potros, seguimos recorriendo el campo.
Ya es casi de noche, tenemos que ir recogiéndonos.
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