Ya debo salir. Tengo miedo, mucho miedo, ya es pánico. Está todo tan distinto, la gente, la música y hasta los micros han cambiado. Han pasado treinta años y estoy en Chile otra vez, mi país y me siento extraño, casi foráneo. Debo salir a realizar mi espectáculo y no me atrevo. Pero debo decirles que me encanta jugar, moverme y hasta a veces arriesgar mi vida.
Cuando niño lo hacía por diversión, mas ahora soy un artista de profesión y me gano el pan en esto. Recuerdo tantas cosas, porque tuve todo para ser alguien: mi familia, estudios, amigos y, sin embargo, de pronto dejé todo tirado y me fui, así nada más me fui a viajar por el mundo. Dicen que a veces no es bueno regresar al pasado, pero en otras creo que es bueno hacerlo para no cometer esos errores que pueden llegar a ser tu infelicidad.
Conocí Francia, España, Alemania...tantos lugares, ciudades. Al principio hice algo que realmente no me gustaba. Limpié baños como un sudaca más, así como nos dicen en algunos países, pero fue sólo el comienzo. Después de un tiempo pude pararme en los grandes escenarios y recibir esos aplausos y caras de sorpresa con el malabarismo que me animaban a seguir y seguir con mis rutinas. Llené estadios y recibí admiración. Estuve en la ciudad más hermosa, Praga por República Checa…bendita ciudad del arte. Pero saben, parece que siempre hay un ‘pero’ para todo y la verdad no he sido tan feliz.
Me miro al espejo. Estoy vestido de semipayaso y veo mi rostro curtido por los años con arrugas que ya no pueden ser borradas. Tengo 50 años, pero parezco de setenta. Me he desgastado. No es fácil admitirme, admitirlo. Mis piernas tiritan como las de un viejo asustado y ya debo salir. Me esperan, pero siento una pesadez en mi cuerpo que no controlo. Llevo más de cinco minutos de retraso. Tocan la puerta y escucho ese ‘toc-toc’ característico. Me apuran.
-Ya voy, ya voy- digo con mi voz aguardentosa de viejo. Trato de levantarme, pero mis piernas están como congeladas. No logro derretir ese hielo. Tocan de nuevo la puerta y me presionan. Miro el umbral de la puerta y ese picaporte tan lejano. Debo llegar hasta allá. Levanto mi humanidad con mucha dificultad y revitalizo mis piernas que ahora trepidan. Camino cautelosamente hacia la puerta y siento como un pequeño temblor grado tres, algo muy sutil, casi imperceptible, pero que hace que mis piernas vayas en vaivén. Ya estoy a punto de llegar. Doy vuelta el picaporte y una brisa cálida pasa por mi rostro. Rejuvenezco un poco, pero no son más de dos años. Les conté que tengo 50, pero que parezco de 70; es decir, si mis matemáticas no fallan sería como si tuviera 68. Soy un veterano.
Camino por un pasillo oscuro casi encorvado. Llegó al escenario y veo al animador presentándome con fanfarreas.
-Querido público. Llegó el momento. Hoy estará con ustedes el gran, gran malabarista que ha pisado grandes escenarios de Europa: Francia, España, Alemania, con ustedes el gran Damián- dice el animador. Saco mi cabeza detrás de la muralla y distingo no más de doscientas personas: muchos hombres, mujeres y niños también, de todo un poco. Debo salir por los niños que me esperan, lo que más quiero. Me armo de valor. Tomo mis bolas de malabarismo y escucho una música circense tipo Emir Kosturica. Salgo al escenario con poca fuerza y muy tenso. Las luces se encienden en mi rostro, casi me encandilan. Tirito y pensar que he llenado estadios y ahora no son más de doscientos espectadores y estoy en mi país. Todos aplauden y hago una pequeña reverencia antes de partir. Comienzo con mi show. No pasan más de 10 segundos y una pelota cae al suelo. Debo ser el malabarista más malo que existe, pero me aplauden. No entiendo. Levanto la bola aún con más miedo y más estresado. Repito lo de antes y otra pelota cae al piso. Vuelven a aplaudirme. Creo que se burlan de mí. Pero siento un aplauso tras otro como vitaminas. Me animan. Quieren que lo haga mejor y eso me da fuerzas. Me muevo de un lado hacia otro. Siento más fuerza y juventud. Cada sonido de ese ‘clap-clap’ del choque de palmas hace que me sienta más joven. De pronto son como cinco años menos, después como diez y luego me siento de 15 años otra vez como un adolescente. La energía está en mí. Pero alto, paro y veo una postal al frente. Todos esos rostros se quedan como congelados. Parce que cincuenta años de vida se juntar en un show, en un espectáculo, todos son rostros conocidos.
Desvío mi mirada hacia un lado; hay un grupo de hombre: unos gordos, otros flacos, otros calvos, o con mirada soberbia o más humilde. Los conozco de toda una vida. Recuerdo cuántas travesuras, cuántas maldades escolares. Sí, era un chico travieso, debo decirlo. El corazón se me agita un poco…Ahhh…y está ese gordo cómico del que todos nos burlábamos y ahora está flaco y esos flacos ahora están gordos, como cambia la vida. Después vislumbro más al centro un grupo de mujeres: unas lindas, otras feas, otras gordas y otras flacas, otras tristes y otras alegres. Casi todas tienen un anillo en su dedo. Miro mis dedos y aún no veo compromiso, pero recuerdo cuántas flores, bombones, cartas, caricias y besos. Guauu…hay algunas que han empeorado mucho y digo de la que me salve, pero otras se ven más lindas con el paso de los años. Son mis ex novias. El corazón se me acelera un poco más. Por último, miro hacia más a mi derecha y encuentro dos ancianos. Casi no respiran y su cara es un mapa por lo arrugados, pero ahora sí que me emociono. 30 años y ni siquiera una carta o un llamado telefónico; ni leer sus letras, ni escuchar su voz. Rememoro tantas navidades, tantos cumpleaños años nuevos y esas tortas de cancha de fútbol que ella me hacía. Dicen que cuando uno crece cambia su forma de pensar y de seguro yo he cambiado muchísimo y ellos también. Quizás si habláramos ya no nos reconoceríamos, pero son lo que más quiero en el mundo: mis padres. Ella está llorando apoyada de su bastón con la mano derecha y con la otra me saluda. Él no llora, pero esboza su gesto característico de emoción, inconfundible. Mi corazón late como un tambor y casi se asoma una lágrima por mis ojos, pero nooo…Soy un artista, un profesional y aunque me muera por llorar debo seguir con mi show.
Se apagan las luces. Hay silencio mientras enciendo mi guaripola que tiene dos mechas a sus costados. El fuego causa respeto y también miedo. Siento la respiración acelerada de la gente. Doy una y otra vez vuelta la guaripola. Se ven círculos de fuego en la penumbra total. Lanzo lo más alto que puedo esa vara y veo cómo va dando vueltas en cámara lenta en el aire. Me arrodillo. Estiro mi brazo antes de que caiga y la capturo con mi mano derecha. Una de las mechas se apaga y la otra aún sigue encendida. La acerco al rostro. Siento el calor y casi me estoy quemando. La desafío y la encaro y antes de quemarme de un soplido la apago. Saben qué…Ahora creo que ésta, ésta, no era mi última función.
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