A Y.A.S, porque yo sé de estas cosas
Desperté, creo, cuando el gallo anunciaba el despertar de los trabajadores y los jornaleros. Había soñado, aunque eso de soñar es tan de otros. Mis sueños más bien parecen recuerdos cinematizados y archivados para saltar en el momento menos indicado. Mejor dicho, mis sueños son descuadres temporales de las nostalgias.
Un baño rápido, apenas para limpiar los gérmenes, más no para disfrutar del agua, cosa imposible en estos días gélidos. A lo lejos escucho las noticias y empiezo a rememorar lo que soñé. Pocas cosas aparecen en mi mente. Noche. Autobús. Alejandra, siempre Alejandra. Yo, vaya sorpresa, yo en mis sueños, debería ser la noticia del año. Cuatro labios. No más. No recuerdo nada más. Maldita sea.
El día pasa rápido y ella llega con esa sonrisa astronómica que sólo ella tiene. Lo sé porque ya intenté sonreír así frente al espejo y el resultado fue tétrico. Me saluda y me quedo como un auténtico y real idiota mirando sus ojos, sus brillantes ojos de gato. Cómo serán cuando los cierra, me preguntó.
Soñé con vos, le digo a Alejandra. Qué soñaste, me pregunta. Quién sabe, reposto con agilidad y hago un inventario de las cosas que podrían haber ocurrido. Qué cosas qué nunca recuerdes lo que pasa con nosotros, es una maldición, me dice ella con sus grandes ojos de gato y me siento culpable. Pero que culpa voy a tener. La culpa es de ella, que no quiere quedarse ahí en ese pedazo de inconciencia que le pertenece pero que no reclama.
El caso es que soñé con vos, le digo, hurgando en mí para encontrar la mejor actitud de convencimiento, pero qué va. Eso del convencimiento y yo es una farsa. Conmigo va más la actitud de niño perdido en el carnaval, de cigarrillo con café a las cinco de la tarde hablando de imposibles, de viernes 7 p.m, cuando se termina la jornada laboral.
Yo también soñé contigo, pero no fue dulce, me dice. Maldita sea, ya sabía yo que tampoco era bueno en eso de quedarme en el inconciente de otras personas. Aparecías y desaparecías como el zorro del Principito, como el gato de Alicia en Wonderland y tenías actitud de intelectualoide, agrega.
Sí, ese era yo. Tengo una habilidad fascinante para hacerme humo cuando menos lo esperan. El problema es que siempre reaparezco en el momento y lugar equivocado.
Lo lamento, respondo. Porqué dices eso, me cuestiona. No sé, había planeado otra cosa. Más vino y velas, más bolero y vestido rojo, le digo.
Se ríe. Uno no puede controlar los sueños de otros, me asegura. Qué vas a saber tú, pienso con ganas-de-no-sé-qué-pero-qué-más-da. Esta noche seguro que lo voy a lograr, si es que antes de dormir no me da por pensar en fútbol o en el pasado.
Mujer de poca fe, espérame esta noche, digo al tiempo que le doy una sonrisa amplia, amplia para el reducidísimo tamaño de mi boca, tratando de hacer un reflejo de la de ella que me mira divertida, pero una vez más el resultado es nefasto.
Ya está, te espero en la torre Eifel, me dice socarrona, y no puedo evitar odiarla con cariño. Te voy a llevar flores, le digo.
Está bien pequeño, me dice y advierto que me cree loco o algo por el estilo. Tomo dos tazas más de café y luego me reprendo. Idiota, cómo voy a dormir para visitarla si tengo una sobredosis cafeínica, me digo en uno de esos diálogos que luego me asombran por lo reales que son.
Duerme temprano, le digo cuando me despido. No te vayas aún, me pide, cómo puedes irte. Cómo puedo irme, maldita sea. Cómo puedo. La miro y me pierdo en sus ojos. Nos vemos en la torre Eifel, le digo. Le doy un beso en la frente y me hago humo.
Te dije que vendría, le digo y le entrego un par de girasoles que robe a escondidas del jardín donde habían replantado el Baobab.
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