Tus ojos y los míos ya se conocían.
En su primer encuentro pertenecían a un robusto africano (los tuyos) y a la hija de un mercader berebere que huyó de su caravana.
En Atenas se cruzaron apenas un momento: mis ojos asustados en el rostro de una joven esclava en venta, y los tuyos viajando en un mendigo ciego, tristemente ajenos al feliz encuentro.
Mis ojos volvieron a abrirse en 1458, en una isla cálida, pero hubieron de esperar aún 34 años para escudriñar con curiosidad los tuyos puestos en un dios empeñado en rebautizar la tierra.
Muchos años más tarde, en Francia, mis ojos rodaron junto con la cabeza de Madame Roncherolle, Duquesa de Chateaubriand, y saludaron reverentes a los tuyos, viejos conocidos, borrachos de libertad.
El siglo XIX fue un mal siglo. Nuestros ojos estaban en lugares muy distintos. Los tuyos presenciaban una guerra civil con barras y estrellas, y los míos tiritaban en una campesina rusa que aún no había entrado a la historia.
En Argentina, allá al sur, nuestros ojos finalmente descifraron su color. Tuvieron largas conversaciones mudas y se enamoraron profundamente mientras sus propietarios insistían en debatir la proletarización como exigencia revolucionaria. Ojos y propietarios desaparecieron juntos el quince de mayo de 1977.
Por eso es que te decía: tus ojos y los míos tienen historia.