Bajaba en un sendero pronunciado como un enigma del polvo, roída por ruedas y transeúntes o acariciada por las huellas diminutas de los niños que habitaban sus cascotes y sus pozos. Esa tarde tu silueta se marchó entre los rojos y las sombras para perderse en los recuerdos de las cosas. Detrás, la humanidad opacaba la renuncia como un hueco de infelicidad, mientras tu andar emigraba de aquel pueblo. Y los grises se mezclaban en el aire como un lamento itinerante rozando la tibieza de la tierra, amando cada paso de eternidad bajo el soplo del otoño. Te fuiste despacio, cruzando el territorio de la infancia junto al silbido de los pájaros y las pupilas marchitas, como un sueño rodando por tu calle añeja y depredada. Sin querer, mis ojos se perdieron en el negro del carruaje, fatídico e ilusorio, en aquel manto de puntillas testificando tu semblante, en el frío de la piel expuesta al mundo, los soles y mañanas de festejos, en la soledad de tu cadáver, el cortejo con sus llantos, esa esclavitud de las miradas o girando detrás de ocho patas equinas. Te vi con el delantal de la primaria, vendiendo bajo el brillo de unos mocos, acarreando bolsas al mercado, en tu casamiento, con los hijos, luego nietos, en la soledad de tu viudez o implorando en algún templo. Riendo, divertido, desolado, de pequeño y en la ancianidad, mientras el tiempo de la procesión no detenía su curso, enojado, avieso, triste o conformista, bajo un crucifijo de metal. Tu calle te emboscó en un último episodio que a todos nos llevó contigo para siempre. Después las luces y los llantos, los deudos implorando un epitafio descendiendo con la tierra, aullando como un pueblo latente en cada hombre, el éxodo, tu memoria y la desolación que como un fantasma aún ronda este pueblo inhabitado.
Ana Cecilia.
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