Se sentía tan sólo desde que Re su periquito había muerto. Llevaban juntos tanto tiempo...eran tan felices... Echaba a faltar sus torpes revoloteos de pájaro enjaulado y sus incoherentes parloteos del que sólo repite lo que oye. Aquel día en que Re amaneció sin vida, se sintió tan vacío...
Así que, aquella fría noche de invierno, al escuchar unos débiles golpecitos en la ventana, no se lo pensó dos veces al acoger a su nuevo huésped. La lluvia y el viento se hacían eco con su furia repentina y aquel pequeño gorrión malherido y empapado, imploraba su ayuda para sobrevivir. Con sumo cuidado, lo cogió entre sus manos para hacerlo entrar en calor. El destino le enviaba una señal, era el momento de olvidar a Re.
Durante días, lo alimento, lo curo y lo mimo como si de un ser humano se tratara, le llamó Mi. Poco a poco, Mi se fue recuperando, acomodado en su jaula ya no tenía que preocuparse de buscar comida o de resguardarse de las tormentas. Estaba tan agradecido a su nuevo amigo por haberle salvado la vida y le cuidaba tanto, que ni siquiera se dio cuenta de que había perdido su libertad.
Con el paso de los días, Mi empezó a sentir el aburrimiento de sus barrotes, sus trinos silenciosos para no arruinar siestas perezosas y sobre todo empezó a sentir la pesadez de sus alas. Empezó a invadirle la nostalgia de su vida anterior y cada vez estaba más alicaído. Su dueño al ver como tras la recuperación inicial el pajarillo parecía tan triste, quiso probar su fidelidad, le abriría la puerta unos segundos para ver si escapaba, con la precaución de haber cerrado antes todas las ventanas, no fuera a quedarse de verdad sin su nuevo compañero. Mi, al ver la puerta abierta invitándole a volar hizo un intento de escapar, pero sus alas estaban entumecidas y todo quedo en un deseo fugaz.
Decidió que su vida no estaba tan mal y que debía acostumbrarse, aunque echaba tanto de menos a su congéneres, a volar de un sitio a otro sin pensar, a cantar cuando se le antojaba...
Al llegar el buen tiempo, Mi solía pasar las tardes en el jardín. Una tarde en que se quedo sólo, en su jaula, algunos gorriones se acercaron a picotear la comida que Mi salpicaba fuera. Al verles, tan ágiles, tan vivos, de su garganta salió un gorjeo profundo, mientras con su pico y sus patas forcejeaba con la puerta.
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