Parado en el umbral de la puerta, el pequeño niño esperaba la llegada de su princesa. Aquella dama del vestido rojo y los labios azules; la niña de ojos brillantes, aroma a cerveza y perfume floral tras las orejas.
Hace días que la esperaba y traía consigo un ramo de rosas blancas escondido tras la espalda. Ya tenían varios días de cortadas (robadas), y comenzaban a ponerse grises desde el centro hasta los bordes de los pétalos.
A veces, el pequeño niño comenzaba a dormitar de pie, pero soportando la pesadez de los párpados, continuaba fielmente en la puerta. Pensaba - “Ella llegará en cualquier momento. No puedo cerrar la puerta y esperarla dentro; ella podría aparecer y pensar que la he olvidado”-. Del mismo modo, tampoco soltaba las flores ni las miraba siquiera; ella podría salir desde la penumbra y descubrir la sorpresa. Mantendría estrictamente las rosas escondidas.
Varias veces, desde el momento de pararse en la puerta, el pequeño niño cerraba los ojos por largos minutos y horas; venciéndose irremediablemente frente al cansancio y el sueño. Cuando despertaba, se sentía desorientado y olvidaba el por qué estaba ahí. Al recordarlo, sentía la necesidad de asegurarse que las flores blancas aún la aguardasen en el mismo lugar; protegidas tras su espalda, mas para no sacarlas frente a ella, si es que aparecía, las apretaba fuertemente contra sus dedos -"¡Auch!. Siguen Aquí".
Luego de varias semanas de espera, las rosas originalmente blancas comenzaron a teñirse de rojo con la sangre que emanaba de los dedos del pequeño. Tras un buen rato, y antes de cerrar los ojos por última vez, pensó: -“Discúlpame por las flores. Las pintaba para tí”-. |