Son las dos A.M.
Hay un zumbido horrible en la habitación a oscuras. La luz se fue, se fue junto con la estabilidad, junto con el decálogo del silencio, junto con la sonrisa famélica de la conmiseración. No hay luz porque no hay sol, porque el sol fue el más grande mito copernicano, la mentira astronómica. La oscuridad se mete en las venas, como el aire. Y como el aire, sale del cuerpo para que se la respire otra vez.
Son las dos A.M.
Hay un zumbido horrible en la habitación a oscuras. La habitación de una sola puerta, de una sola ventana, de una sola cama, de un solo escritorio, de una sola soledad. La única puerta, cuyo picaporte siempre giró en un solo sentido, cuya hoja de madera siempre chirriaba hacia afuera solamente. La única ventana, que se atoraba con el óxido en los días lluviosos, con el humo de cigarrillo en los días de furia. El único escritorio, el que siempre se dejaba marcar con lujuria cuando el papel se deshacía entre errores y bloqueos de inspiración. La única soledad, la que siempre se fugaba cuando mi espíritu llenaba la habitación.
Son las dos A.M.
Hay un zumbido horrible en la habitación a oscuras. Un revoloteo repulsivo sacude el aire por encima de las cobijas. Es el legado de las cosas sin sentido, es la complacencia eterna de tantas puertas cerradas. Es la podredumbre de las vacilaciones, el sonido de las moscas, atraídas por el hedor pestilente de las tranquilidades en descomposición.
Son las dos A.M.
Hay un zumbido horrible en la habitación a oscuras.
Las moscas me rodean, no veo nada. Estoy tendido en la cama.
Son las dos A.M.
Hay un zumbido horrible en la habitación a oscuras. En un minuto nunca han pasado dos horas. Cada día tiene sus dos A.M. La hora es eterna. Todas las dos A.M. tienen su día. |