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Esa mañana, al despertar Julieta y no ver brillar la luna junto a su cama, supo instantáneamente lo que había sucedido. Fue por eso por lo que no se sorprendió al notar que ya no tenía aquel hermoso perfume que la acompañaba a todas partes. Incluso le resultó evidente que el viento y el sol no se pusieran de acuerdo para hacerla radiar cuando caminaba -Al fin y al cabo ya no tenían porque hacerlo-; Tampoco las flores se abrían para saludarla y el pronunciar su nombre ante los hombres había perdido todo rastro de magia.

De esta manera se fue dando cuenta poco a poco de que el mundo idílico en el que ya se había acostumbrado a vivir se estaba derrumbando a pedazos. O más bien, que había sido expulsada de su propio país de las maravillas, el cual le habían regalado tiempo atrás y ahora parecía no reconocerla. Todo era presagio inequívoco de lo inevitable, por eso encaminarse hacía la casa de Gustavo era una acción lógica, aunque nadie le hubiera avisado del fallecimiento.

Justo a medio camino, notó que a pesar de la certeza de la muerte, ni siquiera sabía que la había causado. Escuchó entre la pequeña multitud que entraba a la casa, que el joven se había vuelto loco y entregado voluntariamente al reino de los muertos; pero a criterio de Julieta, el suicidio no le pareció digno de un ser como él había sido. Justo antes de llegar al ataúd, escuchó a la madre decir que la verdadera causa de la muerte era la silenciosa enfermedad que había adquirido su hijo por su extraña costumbre de comer flores todo el tiempo. Por alguna extraña razón, sonaba más lógico, pero en el fondo Julieta estaba segura de que esa tampoco era la verdad.

Ni siquiera estaba a 10 metros del ataúd, cuando tomó la determinación de no ver nunca el cuerpo vacío de Gustavo. Así que en lugar de hablarle a la carne casi putrefacta cómo suelen hacer las mujeres de velorio, decidió irse a sentar en la orilla más apartada del salón, donde nadie se enterara siquiera de su existencia. Gracias a su ligereza, logró ocupar rápido un lugar sin verse en la penosa necesidad de cruzar palabra con nadie. Ahora que lo pensaba, no había articulado palabra desde que en la madrugada exclamara: “¡Dios mío! Juraría que alguien ha entrado a robar las estrellas que guardo en el cajón” Por eso pensó que quizá también había comenzado a perder la capacidad del habla. Todas estas aparentes tonterías le recordaban al muerto, pero no podía entender exactamente por qué…

Lo conocía de años atrás, siempre habían sido buenos conocidos, y una especie de amistad-respeto los había unido mucho tiempo; sin embargo tenía tiempo que no lo veía. De hecho no habían tenido un contacto tangible desde que él le escribió una carta diciéndole que la amaba. Después de eso, la distancia los separó injustamente, aunque esporádicamente se habían encontrado. Todo el tiempo ella había tenido la impresión de que él la amaba tanto cómo para no hacer otra cosa en la vida, pero no le agradaba mucho la idea de tener que quererlo a él. Extrañamente, éste ultimo pensamiento había hecho que una lágrima saliera por sus ojos, pero en lugar de buscar los verdaderos motivos, se limitó a hacerse creer que su repentino llanto era producto de la tristeza habitual que se debe mantener en un velorio.

A lo lejos, Julieta podría haber sido confundida con una visitante más entre la gente que ahí estaba reunida –por lo abstraída que estaba-. Sin embargo, para los agentes de la policía, la calma y dulzura de sus ojos, así como su cabello largo delator de su belleza interna eran las pruebas que la afirmaban como la delincuente a simple vista: Sin duda alguna, ella era la mujer que estaban buscando.
Escasos segundos después, los dos agentes interrumpían las meditaciones de la joven lanzando palabras tan frías como la piel del difunto:
-¿Es usted la señorita Julieta Viterbo Martínez? –dijeron al unísono los policías.
-Si, ¿Por qué? –dijo Julieta Viterbo Martínez sin pensarlo.
-Queda usted bajo arresto por el homicidio del Sr. Gustavo Alejandro García

Contrario a lo que se puede pensar, lo primero que pasó por la mente de Julieta fue notar que el escuchar el nombre completo de Gustavo había cimbrado lo más profundo de sus entrañas. Tal vez porque nunca le había gustado el nombre, o porque no lo recordaba por completo. De cualquier forma nunca pudo saber a que se debía ese impacto.

-¿Yo? ¡Eso no es verdad! ¡Yo me enteré de su muerte medio día después de que ocurriera!- dijo cuando pudo volver a la realidad sin notar que la mentira se infiltraba en su declaración-.
-Claro que es usted, tenemos pruebas contundentes.
-Pero si ni siquiera sé la causa de la muerte.
-Señorita, acompáñenos por favor, bien sabe que usted lo hizo; Los médicos dicen que no pudo haber sido otra cosa más que usted. De acuerdo con los estudios clínicos, murió a causa de…

Al oír eso, sintió que todo el tiempo había sabido por qué había muerto; era tan simple y obvio que no había tenido tiempo de notarlo

-Enamoramiento

Nunca supo si esa palabra la había dicho o escuchado.



* * *



Tres días más tarde, las aves le cantaban de nuevo a Julieta, quien desde su cama contemplaba la luna como si nada hubiera sucedido. O más bien, como nunca antes lo había hecho, ya que en esta ocasión no sólo la luna, sino todos los astros brillaban únicamente para ella.

Bastaron 3 días en la cárcel para que su el país de las maravillas volviera a aceptarla como reina. Así mismo se pusieron a merced de ella todas las flores, los poetas y los mismos dioses. Pero lo más sorprendente fue la rapidez con la que fue liberada, ya que desde la primera noche en cautiverio Julieta confesó los verdaderos motivos por los que lo había asesinado sin piedad: Después de pasar un día sin él y extrañando los regalos que le había hecho en su declaración de amor, había descubierto que lo había matado en defensa propia.

Texto agregado el 20-05-2004, y leído por 162 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
12-11-2004 Realismo mágico puro. Me gustó mucho, lo único que me salió sobrando fue esa especie de epílogo; de cualquier manera felicidades. fraguando
 
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