Cuando nació el pequeño de Rita, no me imaginé que tuviera un problema. Era como cualquier niño normal hasta que a los dos años nos dimos perfecta cuenta de que no balbuceaba palabra alguna. Le recomendé llevarlo a terapias de lenguaje y obediente así lo hizo. Consiguió inmejorables libros sobre problemas del habla, lo llevó con sicólogos y especialistas. Su esposo también participó con buena suma de dinero. Era un buen tipo, no había estudiado ni el tercer año de primaria, pero encontró terreno fértil en la venta de ropa. Su singularidad no es rara por estos lugares y hasta me parece atractiva. Tiene un manejo excelso del vocabulario, variedad lingüística común entre comerciantes y demás amigos bonachones que se encuentran en calles, reuniones y hasta en escuelas. Las groserías bien usadas con estructuras tergiversadas son un deleite, casi poéticas si escuchamos con atención.
El tiempo transcurrió sin que tuviera noticias de Rita y su familia. Una tarde la casualidad nos llevó al mismo sitio: el mercado. Ella hacía las compras de la semana y no se percató de mi presencia. Me acerqué y platicamos largo y tendido. Con súbita alegría, me comentó que su vástago ya hablaba como merolico. Entusiasmada, le pregunté cuál había sido su primera palabra. Debo decir que lamente haberlo hecho; ya que, un poco ruborizada me contestó con voz entrecortada, pues… ¡Pinche puto!