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Detrás del escenario se oían unos débiles suspiros, irregulares y lastimeros. Era la respiración entrecortada de Anabela, aquella anciana que noche tras noche se sentaba en el mismo rincón oscuro y solitario, a escuchar las historias que ahí se contaban, a ver los dramas, las comedias y las pasiones que se reflejaban en sus ojos de paloma, en los cuales se adivinaba que existía algún vestigio de vida solo porque en esos momentos se veía un brillo lejano y triste, como el de una vida que se acaba en una constelación lejana, iluminando tímidamente su madura belleza.
En otros relojes había quedado reflejada su imagen de muchachita intranquila que se sentaba en la segunda o tercera fila de butacas, a mirar las obras que cada viernes se presentaban en el “Teatro Eterno”. Era este el nombre que colgaba en una tabla de nogal con letras de bronce, en la entrada del lugar del que Fabio se había encargado desde la reciente muerte de su padre, fundador del teatro, quien lo tuvo a él gracias a unos amoríos con una flor de crepé. A pesar de su recién iniciada adolescencia, el muchacho ya cargaba con la gran responsabilidad de mantener la rutina que comenzaba cada jueves desde temprano en la mañana, cepillando las cortinas, barriendo las colillas de tabaco y haciendo las camas de los camerinos, que en aquel caso semejaban mejor a las habitaciones de un viejo hotel.
Cuando el sol de cada viernes comenzaba a bajar desde su cumbre, recibía a los actores del lejano norte que a fuerza de la rutina habían superado la necesidad de hablarle a su joven anfitrión. Sincronizados como en una danza se bajaban de sus carrozas pintadas como un tablero de ajedrez y tiradas por cansadas cebras, que el muchacho conducía inmediatamente a los establos, mientras los recién llegados -recorrido muchas veces el mismo camino- atravesaban los oscuros pasillos respirando el ya familiar olor a humedad y a madera llena de tiempo. Descargaban sus baúles en los camerinos y luego pasaban al comedor, en donde encontraban deliciosos panes de canela, rollos de conejo y vino de durazno, con los que tonificaban muy bien el espíritu antes de regresar a sus habitaciones y tomar los sólidos martillos que habían sobre sus camas, los cuales usaban para golpearse las piernas mutuamente, de manera tan fuerte y violenta como quisieran que fuera la suerte de sus compañeros de drama. Esto se prolongaba hasta que ya había oscurecido, en el momento en que el primer actor de la noche hacía el anuncio y la pregunta con la cual terminaba el ritual:
-“C’est l’heure! est-ce que nous travaillons aujourd’hui?”
-“Oui!” -respondían los demás, al tiempo que lanzaban los martillos al aire y salían hacia el estrado.
Allí los esperaba Fabio, quien halaba las cuerdas y subía el telón a la señal del primer actor y del ejecutante del clavicordio. Había comenzado la función.
Se sentaba entonces calladito y tranquilo en un lugar en donde podía ver la obra y hacia las butacas al mismo tiempo. En realidad no era muy aficionado al teatro y mucho menos cuando no entendía casi nada de lo que decían los actores, pero prefería estar ahí un rato antes que irse inmediatamente a recoger el montón de martillos en los camerinos, aunque a los pocos minutos caía presa de su destino y se iba cumplir con la tarea, una de las muchas que había heredado de su padre junto con aquel recinto. Un día, en medio de una obra y cuando ya se iba a levantar para ir a arreglar las habitaciones, vio entre el escaso público del pueblo que iba a ver las obras, a una muchachita radiante y sonora que miraba a los actores con unos soberbios ojos almibarados y esponjosos labios entreabiertos, que contrastaban entre sí como contrastan la inocencia y la lascivia. Tal combinación hizo que tras pocos minutos de contemplación casi mística, Fabio se encontrara absolutamente prendado de la joven.
Ese día, paso toda la función nadando entre la ligera película de humedad que brillaba en sus ojos de miel. Se sumergía una y otra vez, buceando con placer infinito en aquellas aguas tibias y placenteras como pocas cosas que había experimentado en su corta vida. En el medio de esas beatíficas brazadas distinguió un arrecife de corales y algas bajo las cuales se hallaba cierto resplandor, cual tesoro de naufragio. Se acercó con unos movimientos de delfín y quiso quitar un poco de musgo con sus manos para descubrir de qué se trataba, pero en ese momento lo sorprendió una fuerte corriente que lo empujaba hacia la superficie del agua. Haciendo un gran esfuerzo logró subir hasta que sacó su cabeza y advirtió que el estremecimiento era causado por un poema que recitaba un fornido actor, de rasgos sencillos pero bien definidos: tez clara y afable, al igual que sus ojos y su larga cabellera. Sin embargo, el muchacho volteó hacia donde provenían los vientos que habían agitado a la marea de tal manera y no vio nada más que la obra al lado de la cual él se hallaba sentado. Le causó mucha curiosidad entonces el drama que interpretaban, ya que había hecho asomar las lágrimas por aquel delicado rostro y aunque entendía muy poco el idioma de los actores, puso la mayor atención posible en el tono de los diálogos y de las acciones.
Descubrió que el actor principal interpretaba a un hechicero que vivía a extramuros de cierto reinado, cuyo malvado monarca había sucumbido a las pasiones del poder hasta la locura, llegado el punto en que había encerrado a su propia hija en las más profundas mazmorras de su castillo, al creer que ella lideraba una conjura para matarle y así adueñarse del poder. Cuando sus desvaríos alcanzaron el punto cumbre contrató al hechicero para que se deshiciera de ella convirtiéndola en una rosa azul congelada dentro de un témpano de hielo que jamás, por los siglos de los siglos se derretiría. Sin embargo, cuando el mago conoció a la sublime princesa a la cual debía embrujar, ocurrió todo lo contrario, pues fue él quien se rindió ante el brillo de su mirada y la inocencia de su llanto. La obra era matizada con varios recitales de poemas que el hechicero dedicaba a su amor imposible.
“Muy buena trama” pensó e imaginó que gracias a ella era que su niña de ojos miel se conmovía. Cuando terminó la obra, durante el corto periodo de aplausos estuvo a punto de bajar hasta hablarle, pero lo interrumpió uno de los actores que ya habían terminado con su papel, quien lo tomó del cuello y lo levantó del suelo, mientras él miraba a la muchacha que partía entre la gente, mirando hacia atrás. El enfurecido hombre lo llevó cada vez ahorcándolo más hasta el camerino, dentro del cual lo arrojó como quien bota a un gato de su casa en la noche, gritándole con tanta cólera que bañó su cara con los insultos transformados en saliva que expulsaba de su boca:
-Merde! Rassemblez les marteaus, morceau de inutile!
De inmediato comprendió la razón de su castigo al ver los martillos que le rodeaban y la ausencia del vino y las castañas sobre la mesa del comedor, que advirtió mientras pasaba colgando de las manos del bárbaro. Aquella noche era la primera en que se había olvidado por completo de sus deberes gracias a la hermosa joven, cuya gracia sin saberlo se aprovechó la dolencia que padecía Fabio, común en todos los solitarios de este y de otros mundos: un corazón ligero y fácil.
Al otro día Fabio durmió largo y tendido hasta que lo despertó el murmullo de los huéspedes que ya partían. Rápido se levantó y tomó la caja de madera que estaba a la entrada del teatro y la abrió, encontrando dos o tres docenas de monedas. Después de pagar al grupo de teatro, quedó tan solo con el dinero suficiente para cubrir los gastos del alojamiento y para poder comprar algo de comida, clavos y madera para las reparaciones necesarias. Cuando el horizonte se bebía el sonido de los cascos de las cebras, Fabio quedaba de nuevo solo y mitad aburrido, mitad aliviado, sentimiento con el cual pasaba la semana hasta que ya irremediablemente se acercaba el viernes de nuevo. Era tan monótonos los días siguientes, que aquel muchacho era el único ser en el pueblo al que no le molestaba en absoluto su conciencia, puesto que la aldea donde estaba enclavado su teatro era famosa en la comarca por la cantidad de romances furtivos y homicidios pasionales que allí sucedían. Según un anciano del cual decían que había nacido el mismo día en que asentaron el caserío; eso se debía a la maldición de una pitonisa rumana, que era una de las fundadoras. Esta mujer, en principio admirada y respetada por todos al cumplir el papel de una especie de guía espiritual, poco a poco empezó a ser rechazada por sus semejantes en la medida en que su único hijo crecía y con el desarrollo despedía un intenso olor a azufre. Las comadronas, que en sus conversaciones de ocio no recordaban haber recibido a aquella criatura, llegaron a la ignorante conclusión de que el joven era hijo del diablo, pues desconocían que por lo general los descendientes de las pitonisas rumanas huelen así. Esta última por su parte no daba mucha importancia a los rumores, hasta que un día el muchacho fue asesinado por el alcalde al descubrir en su lecho y en medio de las piernas de su esposa restos amarillentos de polvo de azufre. Los habitantes recibieron el crimen con beneplácito, pues no era muy conveniente para la reputación de ninguna aldea tener a un hijo de Satanás, y quizás hasta ahijado de Belzebut y Astarot, deambulando por sus calles. Pero lo que no sabían que a partir de ese mismo momento nunca más habría entre ellos romance sano y placentero, todos terminarían por matar a alguien por la ira del amor enfermo. Desde ese entonces hasta los niños del pueblo cargaban algún peso de conciencia, al ver a sus padres o bien acostándose con un perfecto desconocido o bien apuñalándolo con los trozos de su corazón roto.
Solamente Fabio, en su vida casi anacoreta era el único al cual hasta le sobraba la buena conciencia. Se dio cuenta de ello un día en que al limpiar la cera de sus oídos notó que esta ya no era de ese tono característico marrón-amarillento sino azul. La probó y tampoco su sabor era amargo sino dulce y efervescente. No fue sino hasta varios minutos después en que comprendió que aquello no era más que el exceso de conciencia que ya empezaba a salírsele por los oídos, sobre todo cuando retomaba una y otra vez sus pesadas labores de los jueves y viernes, las cuales odiaba profundamente, pero hacía con ejemplarizante abnegación en memoria de su padre. Como ya no sabía que hacer con aquella pegajosa pasta que estaba dejando tirada por todos lados, tuvo una idea que fue perfecta para aumentar en unas cuantas monedas sus ingresos: empezó a recolectar su conciencia en una cacerola de cobre y a partir de ahí hizo pequeñas bolitas con los dedos, las cuales dejaba secar con el primer sol de la tarde y luego las vendía como infalibles píldoras de conciencia. Muy pronto la gente se enteró de tamaño prodigio y al correr la voz, virtualmente todos en el pueblo fueron sus clientes asiduos.
Un día, en que la mañana transcurrió con pocos clientes, Fabio estaba sentado frente al teatro distrayéndose con una pluma, haciendo dibujos en la tierra; pero el sonido de unos pasos melodiosos hizo que alzara la mirada: frente a él se hallaba la muchacha de los ojos de miel, quien sostenía una moneda amarillenta mientras le hablaba con una voz que le recordó al sonido del aurora cuando golpea la nieve:
-¡Hola! ¿Me das dos pastillas de conciencia?
Pero Fabio se quedó ahí, mudo sin saber que responder ante semejante aparición. La muchacha disminuyó un poco la sonrisa y bajando la vista, como queriendo ver mas allá de los ojos del silente muchacho, repitió su pregunta...
-¡Hey, es contigo! ¿Me vendes dos pastillas de conciencia? ¿Valen una moneda, si?
-Sss, si. Si, valen una moneda. Una moneda las pastillas de conciencia... –alcanzó a responder casi incoherentemente el tímido muchacho.
-¿Te sientes bien? –preguntó la muchacha, ya con cara seria y un poco extrañada.
-Perfecto... toma tus pastillas. –contestó el muchacho un poco menos turbado, pero sin haber puesto a funcionar aún su cerebro. Delante de el la muchacha ya había tomado las píldoras, pero aún sostenía su moneda.
-¿Y no me vas a cobrar? –preguntó al ver que no tomaba el dinero.
-No, te las regalo.
-Caramba... ¡gracias!
Volteó entonces y emprendió camino con un gesto de feliz coqueteo. Solo cuando estuvo a varios pasos de distancia el cerebro del muchacho logró arrancar:
-¡Hey! ¿Cómo te llamas?
Ella se detuvo y sonrió otra vez, justo antes de voltear de nuevo y dejar escapar su nombre, el cual no logró llegar muy lejos ya que Fabio lo atrapó en su huida, para quedarse para siempre con él:
-Anabela
Continuó caminando, pero siete pasos más allá escuchó a sus espaldas de nuevo al vendedor de conciencia:
-Yo soy Fabio...
Entonces le respondió siguiendo de nuevo el cautivador ritual de detenerse, sonreír y voltear:
-Sí, ya lo sé...
Y ya no tuvo mas interrupciones en su camino pues con esta última respuesta, el muchacho quedó de nuevo mudo, atontado, sin saber si había entendido mal, si aquello era verdad, si en realidad no sería que estaba soñando con ella desde aquel día en que el actor lo arrojó al piso.
Anabela era una muchacha blanca y delgada, de ojos amplios y de color miel, cabello castaño ensortijado, de edad algo mayor a la de Fabio aunque tan solo un poco más alta. Desde pequeña siempre había demostrado poseer muy buenos sentimientos, y en su bella adolescencia era sencilla y dócil aunque no por eso dejaba de ser bastante astuta, lo que compensaba en algo su escasa instrucción. Nunca le había gustado mucho el teatro y menos desde que por falta de presupuesto, el muchachito larguirucho que administraba al Teatro Eterno había contratado a aquellos actores del lejano norte quienes cobraban menos, pero no hablaban castellano. Pero un viernes, viendo pasar por el frente de su casa a los artistas que llegaban en una caravana que semejaba mejor a la de un circo, pudo ver a un actor de belleza extravagante que guiaba las riendas de un grupo de cebras. Se quedó viéndolo hasta que el desfile dobló por la esquina, y fue en ese momento cuando la locura del amor obsesivo comenzó a susurrarle en sus oídos, aunque no cedió inmediatamente a la tentación de visitar por primera vez en su vida al Teatro Eterno y buscar a aquel extranjero que se quedó golpeándole su cabeza desde adentro con un mazo de algodón. Pero con cada viernes que lo veía pasar, el gusto maligno fue aumentando y la razón fue perdiendo poco a poco la contienda hasta que, presa del arrebato producto de la maldición de la rumana, decidió valerse de cualquier medio posible para que aquel hombre la hiciera suya. Como última advertencia de su sentido común, una noche soñó que él jamás le correspondía a sus amores pero no por él, sino por la insensatez de ella; lo que le causó un gran dolor que la cubrió como un manto de nieve durante casi toda su vida, hasta que un día, un gato gris de ojos también grises abrió un agujero sobre su cabeza y la logró sacar de sus penas. Cuando se despertó imaginó que aquel extraño sueño se debería acaso a no haber cenado antes de acostarse a dormir la noche anterior, e inmediatamente lo ignoró para despejar su cabeza y así dedicarse por completo a pensar en la forma de encontrase con el actor. Ya había asistido a varias de las obras en las que él aparecía, pero necesitaba ir mas allá si deseaba probar su piel dorada, como eran sus anhelos.
Pensó que la mejor manera era aprovechar y colarse hasta su camerino en el teatro durante la noche, después de culminara su actuación y antes de que partiera en la mañana, pero había un problema que conocía muy bien, el cual sin embargo no la amedrentaba en su propósito: Fabio, era muy celoso en dejar pasar a espectador alguno tras las tablas. Su mismo padre se lo había encargado poco antes de morir: “El Teatro Eterno es nuestro rincón íntimo, nuestro pedazo de fantasía en el cual flotan nuestros recuerdos. Cuida así como yo lo he hecho, de que además de los actores nadie de alma vacía viole nunca este círculo de hechizo, quizá eso sea lo único que algún día nos quede”. Aunque la muchacha no conocía esta historia, sabía que en efecto nadie había atravesado nunca los bastidores del teatro. Por otro lado estaba segura desde aquella visita para comprar las píldoras de que Fabio gustaba mucho de ella, así que en teoría no sería difícil usar sus encantos femeninos para lograr que la dejara pasar la noche en el salón. Todo sería muy fácil entonces: entraría a la habitación del muchacho y retozaría con él hasta dejarlo con los sentidos nublados de placer y en ese momento, aprovecharía para salir buscar el camerino en donde reposaba su amor lejano. Pero en la práctica tenía que luchar con una voz en su cabeza que le decía que estaba muy mal usar a alguien tan enamorado como un simple puente, que tarde o temprano él se daría cuenta de todo y el pesar que le causaría sería demasiado grande, tanto que los mas saludable era olvidar semejantes planes tan egoístas. Pero el siguiente viernes, observó la obra de nuevo absorta en el artista de sus sueños, viendo también de reojo como en un pequeño rincón casi invisible, se encontraba Fabio mirándola de la misma manera a ella. En cuanto se terminó el drama y encendieron las luces, su corazón palpitaba nervioso, mitad porque sentía la cercanía del momento que tanto esperaba y mitad porque sabía que lo iban a obligar a hacer algo en contra de su naturaleza. Desesperado, hizo un último esfuerzo por hablarle a Anabela a través de la voz de su conciencia, pero rápidamente fue amordazado por dos pastillas azules que taparon sus ojos y oídos, dejándolo aislado de la crueldad que estaba a punto de cometer su dueña.
-¡Hola Fabio! ¿me recuerdas?
El muchacho volteó hacia un lado de la corta escalera que protegía, y al ver la persona de la cual venía la voz, palideció su rostro cuando toda su sangre se devolvió como un cardume de peces hacia su corazón. Esbozando una tímida sonrisa alcanzó a responder casi de inmediato:
-Claro, ¿cómo estás Anabela?
-Bien. Bonita obra ¿verdad?
-Si, ya lo creo, este grupo de teatro es muy bueno. A pesar de que no mucha gente le entiende me dicen que en el pueblo hablan mucho de sus obras. ¿Tú los entiendes? Bueno, digo ¡qué pregunta estúpida! Si no, no vinieras para acá.
Ante la inminencia de que el muchacho se enterara de que no entendía nada de las obras, y con las pastillas de conciencia empezando a surtir efecto, Anabela se apuró en desviar la conversación inmediatamente hacia sus propósitos encubiertos:
-Sabes, Fabio. No es casualidad que conozca tu nombre. Me he encargado de averiguarlo porque necesitaba por lo menos saber como llamar al motivo de mis trasnochos –comenzó a mentir con el descaro del engaño pero la naturalidad de la verdad.
-No, no entiendo... –le respondió el ingenuo muchacho, el cual con tan solo al sentir el aliento de su amada sobre su rostro, sentía que le golpeaba fuerte el corazón, como un cautivo ciego queriendo salir del encierro de su pecho.
-Vamos a otro sitio y te lo explico, en verdad la importancia de lo que debo expresarte hace que me sienta muy incómoda con todo este tumulto alrededor. –Entonces se ruborizó artificialmente y sonrió tan solo con los hoyuelos de sus mejillas, bajando un poco la cabeza como si se hallara abochornada por lo que iba a decir. Al inclinar el rostro cayeron varios rizos juguetones desde sus hombros, colgando con movimientos hipnotizantes hasta que levantó de nuevo su cabeza y los acomodó detrás de sus orejas, mientras se acercaba aún más al rostro pálido de Fabio. –¿Qué te parece si me escondo tras los telones y espero a que los actores se duerman, para que me recibas en tu cuarto?
El muchacho sintió de nuevo una nueva oleada en su cuerpo que esta vez hizo que se detuviera su corazón. Agitado, extático, asombrado de las maravillosas palabras que le estaba diciendo su niña de ojos de miel y sobre todo de la forma que se lo decía, escurrió la mano derecha por entre el bolsillo de su pantalón y se pellizcó hasta hacerse daño, para comprobar una vez más que no se había quedado dormido en medio de la obra. Durante pocos segundos recordó a su padre en su lecho de muerte, haciéndole la petición tan especial que él había cumplido fielmente y a la vez se imaginó a aquella hermosa criatura sentada junto a él en su cama. Esta última imagen desencadenó un incendió en su espíritu tan ardiente que arrasó con cualquier otro pensamiento por espacio de varias horas. No fue extraña entonces su respuesta:
-Dentro de una hora más o menos se van a dormir, espera a que el reloj del pasillo dé doce campanadas y que después de un rato dé una más. A esa hora puedes ir a mi habitación, en cuya puerta voy a dejar un aro de plata colgando de una cadena de oro en la cerradura para que la reconozcas. Abre confiadamente pero con discreción, que la puerta estará sin cerrojo.
Al escuchar estas palabras, Anabela sintió que sus planes iban por buen camino. Tomó la mano derecha de Fabio por el dedo del corazón y sin dejar nunca de mirarlo a los ojos se acarició los labios con la pálida yema que no dejaba de temblar. Por último sonrió de nuevo y le dio un beso microscópico en toda la punta, con lo cual se despidió y se fue a su escondite. Fabio permaneció mudo por espacio de varios segundos hasta que los murmullos en el comedor lo hicieron caer de golpe en el suelo al desvanecerse la nube que lo sostenía. Mientras servia la comida a los actores no hacia otra cosa que sentir la ligera humedad que había quedado en la punta de su dedo. Por fin acabaron de comer y después de despedirlos, se fue a su habitación en donde puso un florero de cristal con un ramillete de rosas blancas en la mesa de noche junto a su cama, luego tomó el reloj que tenía en el mismo mueble y lo tapó con una almohada hasta que ya no se escuchaba el tic-tac de sus agujas. Levantó la cabecera y vio que en efecto se había detenido. Tenía que matar al tiempo, o si no, el tiempo lo mataría a el mientras esperaba a que se hicieran las doce y media; y para estar seguro por completo de que no sería su víctima, se tapó los oídos con restos de pan que había traído de la cocina y así evitó escuchar las campanadas del reloj del pasillo. Quiso pensar entonces en todo lo que iba a suceder cuando Anabela llegara a su habitación, pero no pudo hacerlo por mucho tiempo ya que no tenía referencia en su vida solitaria de algo tan bello, como para poder hacerse una imagen digna de sus anhelos. Aun así no podía evitar que el corazón le latiera fuerte con cada minuto empírico que pasaba, y él no quería desperdiciarlos en otra cosa que no fuera en el próximo encuentro con su amada; por lo que, para pensar en otra cosa, se puso a recoger los restos de conciencia que había sobre su cama, para hacer las bolitas que pondría a secar al día siguiente.
La muchacha escuchó la decimatercera campanada y salió de su escondite, dirigiéndose a la puerta en donde encontró la señal y la abrió. Encontró a una sencilla habitación en cuyo fondo brillaba una pequeña lámpara que iluminaba con media luz a la cama en la cual estaba Fabio sentado de espaldas a ella, en medio de un mar de bolitas azules que reconoció enseguida. Caminó con silencio hasta que casi pudo tocar al joven que aún no advertía nada. Y cuando fue a acariciar su cabello para sorprenderlo, su mano se detuvo y vaciló un instante para devolverse a la boca de Anabela, de la cual salió un gemido fuerte y sonoro de arrepentimiento:
-¡Dios mío! ¿Qué estoy haciendo?
Presa del pánico al darse cuenta que ya estaba empezando a pasar el efecto de las pastillas, no dudó un segundo para tomar un manojo de las que estaban alrededor del distraído muchacho y se las tragó con la desesperación que le producía el imaginar sus planes arruinados. Solo pensar en que se podría retractar y salir corriendo de allí sin conocer al guionista de sus sueños, la puso entre la espada y la pared en medio de su remordimiento y su deseo. No podía imaginar la espera de una semana más para volverlo a ver y para estar bien segura de que eso no sucedería, tomó un segundo manojo, mucho más grande aún y se lo tragó con ansiedad. Entonces cayó al piso en donde se agarraba fuertemente de la cama del muchacho mientras que sus piernas querían sacarla de ahí, pero al fin, luego de varios segundos que tardó en hacer efecto de nuevo la eficaz medicina, se levantó y sin ningún tipo de aflicción tomó al muchacho por sus hombros y lo volteó con un movimiento. Éste dio un salto y la miró con los ojos abiertos a más no poder y luego se sacó las migas de sus oídos, aunque hubiera dado lo mismo: Anabela no le habló, solo se le lanzó encima besándolo con pasión, con atrocidad, con veloces abrazos, con su mente libre de las ataduras del arrepentimiento. Fabio tardo solo el tiempo necesario para salir de su sorpresa e incorporarse a este baile de media noche para el cual minutos después ya estaban vestidos con el atuendo apropiado para tan especial ocasión. Era ese atuendo que brilla indeciso como la canela cuando la visita la luz de las estrellas. Esa ropa que permite acariciar las colinas y los valles con total plenitud, así como niebla, como lluvia. Ese vestido en el que Anabela exhibía su flor con agitada frescura, mientras Fabio entraba en ella cabalgando sobre una nube de abejas vírgenes y liberadas, volando de aquí a allá, zumbando y vibrando con sonido parecido al de profundos suspiros. Fabio estaba ahogándose en aquel inmenso mar de encantos, se hundía, se asía de nada y de todo al mismo tiempo logrando salir por escasos segundos hacia la superficie, en donde tan solo alcanzaba a repetir un nombre:
-Anabela...
Ella, por su parte, también tenía a su cuerpo inundándose con las olas del placer pero cuando lograba tener algún respiro, su mente no lograba -al igual que Fabio- pronunciar ningún nombre; puesto que aún no sabía como se llamaba el actor al cual se imaginaba más arriba del cuello del muchacho. La sobredosis de conciencia que había tomado estaba actuando en ella de forma tan descontrolada, tan descomedida, que con cada minuto de danza se iba transformando en un monstruo de ambiciones que en ella no encontraban freno alguno. Mientras yacía más y más con su imaginación, pensaba en que una noche con su amado no sería suficiente para apagar todo el ardor que le consumía sus entrañas. Concluyó que tenía que buscar el modo de tener libre acceso a él durante sus visitas al teatro y bien supo que la salida no podía continuar siendo el acostarse con Fabio, ya que veía que estaba muy enamorado de ella y gracias a las locuras de la maldición pronto él terminaría matando a su amor cortés. Concluyó que la única manera de poder asegurarse el futuro junto a este último, era que ella diera el primer paso y matara a Fabio antes, con lo cual además quedaba asegurado su acceso libre al Teatro Eterno. Cambió entonces de posición con el muchacho y mientras estaba arriba de él, miró a su alrededor y descubrió el ramo de rosas blancas colocadas dentro del florero de cristal, perfecto para sus intenciones. Entonces detuvo sus rítmicos movimientos y apretando fuertemente a Fabio con sus rodillas, lo sujetó mientras tiraba las flores al piso y partía el florero, que quedó así transformado en un traslúcido cuchillo de tres puntas limpias y afiladas. Con sutiles movimientos como de ballet, lo recogió del piso y con sus dos manos lo irguió delante del muchacho, que no alcanzaba a reconocer la gravedad de la situación gracias al éxtasis en el que se hallaba extraviado. Parecía que seguía el compás de los grillos tras la ventana, cuando lo bajó con un golpe certero, y se lo introdujo en el estómago con las tres puntas al mismo tiempo. Luego de que estaba bien clavado dentro de él, lo bajó con un movimiento desgarrador, cual zarpa de oso enfurecido abriendo en su abdomen tres surcos de piel y carne cortadas, de los cuales no salió ni una gota de sangre sino una gran cantidad de mariposas habían estado revoloteando dentro del estomago de Fabio, desde el mismo minuto en que la había visto al comenzar la obra.
En aquel momento Anabela casi no veía lo que estaba haciendo, puesto que desde hacía varios minutos estaba bajando un velo sobre su rostro, haciendo que su vista se fuera nublando poco a poco. Cuando esta impresión se hizo mas fuerte que la de el vuelo de mariposas a su alrededor, empezó a asustarse y decidió salir corriendo a buscar al actor, convencida de que lo que necesitaba era consumar sus planes de una vez por todas, pero antes de llegar a la puerta acabó de enceguecerse por completo por lo que se estrelló contra el marco y reboto hacia el piso, donde advirtió además que sus miembros se iban poniendo flácidos y los sonidos a su alrededor se convertían en murmullos. En este punto quedó aislada por completo del mundo exterior, puesto que la dosis de pastillas que había consumido era tan grande, que había acabado hasta con sus sentidos conscientes. Fabio se había incorporado, con sus heridas doliéndole pero sin haber logrado matarlo, ya que el amor que sentía por ella era demasiado, tanto que estaba muy por encima de cualquier daño. Por eso, se le acercó sosteniendo su vientre con una mano mientras dejaba caer sobre el rostro de Anabela frías y pesadas lágrimas que ya ella no lograba sentir.
Aquella noche, Fabio como pudo se vendó su herida y envolvió en blancas sábanas a su niña de ojos de miel, tomándola luego en brazos para comenzar una penosa jornada con el fin de encontrar a alguien que pudiera sacarla de su estado vegetal. Despertó casi a todo el pueblo tocando de puerta en puerta, preguntando si alguien sabía como traerla de nuevo a la vida. Cuando ya las primeras luces del nuevo día comenzaban a asomarse, estaba sentado en la plaza del pueblo, desconsolado, llorando amargamente por no poder ayudar a Anabela. En eso escuchó una voz a su lado y descubrió al anciano que había nacido con el caserío. Sus palabras fueron cortas pero muy precisas:
-Debes ir con la rumana.
-¿Cómo dice? –preguntaba el muchacho secando sus ojos con la manga de su camisa.
-La rumana te dirá que hacer con ella.
-¿Y donde puedo encontrarla?
-Pues en único sitio que visita en este pueblo: el cementerio, al pie de la lápida de su hijo. Siempre llega ahí cuando ocurre lo contrario de lo que esta sucediendo en este momento.
-¿Cuándo anochece?
-Exacto. Por cierto hijo, ¿tendrás algunas pastillas que me vendas hoy? Es que ya quiero largarme de este mundo...
Fabio hurgó en sus bolsillos y le regaló lo que tenía al viejo, quien se lo agradeció con un brillo casi apagado en su mirada. En su camino de regreso al teatro se encontró con la caravana de actores, quienes quisieron atacarlo por no haber estado en el teatro en la mañana, pero se detuvieron con respeto al ver el inmenso dolor que el muchacho traía en sus ojos. Uno de ellos, de tez clara y afable, de rasgos sencillos pero definidos, se paró frente a él y descubriendo el rostro de la muchacha hizo un comentario con su voz pintada de gran tristeza:
-Quel beaux yeux au miel!
Luego tapo su cara de nuevo y viendo a Fabio a los ojos le dio una palmadita en su hombro izquierdo, como infundiéndole ánimo con timidez, tras lo cual retomó su camino en silencio. Él hizo lo propio con Anabela hacia el teatro, en donde aguardó a que transcurriera el día acostado con la muchacha en la cama, mirando a sus ojos que parecían casi trasparentes, como las ventanas de una casa vacía. Una y otra vez tomaba sus rizos y los enrollaba en sus dedos, mientras las horas pasaban flotando sobre un lento río, el cual desembocaba en el abismo de su tristeza. Cuando ya en las montañas el brillo fue tornándose de dorado a rojo, tomó de nuevo a su lastimero bulto y dándole un beso en su frente salió de nuevo con ella. Tras un corto recorrido encontró el cementerio, en donde distinguió a lo lejos la silueta de una mujer encorvada sobre una tumba. Inmediatamente supo de quien se trataba y acercándose a ella puso a Anabela a sus pies:
-Señora, por favor ayúdeme...
La rumana miró a Anabela y le bastó un segundo para comprender de qué se trataba:
-Veo que has estado contrarrestando mi maldición. Esta niña ha sido víctima de un exceso de la pócima con la cual lo has venido haciendo.
Fabio no comprendía una palabra, no tanto por que no supiera de lo que estaba hablando la mujer, sino porque deseaba desesperadamente que ayudara a Anabela.
-Señora, no sé de que me acusa, pero le pido mil disculpas, si eso es suficiente para que pueda ayudar a mi amada.
-Pues en el sentido general de la palabra, no te puedo ayudar muchacho. Puedo acelerar el momento en que recupere la conciencia y advertir lo que pasa a su alrededor, pero lo que si no garantizo es que algún día pueda salir de la prisión de su cuerpo.
-Haré todo lo que usted me indique... –decía Fabio entre sollozos. La rumana se enterneció con el amor del muchacho por aquella forma inerte que tenía a sus pies y le acarició el cabello, mientras le daba la fórmula que podría ayudar a la muchacha:
-Dale agua de estrellas...
-¿Agua de estrellas?
-Si, agua de estrellas: cada medianoche, toma una gran bandeja y colócala en el jardín al frente de tu teatro, justo donde refleje todas las estrellas alrededor de la luna. Déjala así hasta que oigas a un gallo cantar. Al otro día en la mañana, tómala en tu boca y dásela de beber con un beso. No le des mas nada hasta que pueda volver a la vida, si es que vuelve.
-Gracias, señora, tenga por seguro que así lo haré a partir de hoy mismo.
-Pero ten cuidado con una cosa –interrumpió la vieja alzando su índice en señal de advertencia- si cuando cante el gallo ladra un perro, no le des nada de beber, pues el agua será mas venenosa que el veneno de mil serpientes.
Fabio agradeció profundamente a la rumana y una vez en su teatro hizo lo que le indicó, tomando en cuenta la advertencia final. Así, tras varios años de abnegado cuidado la muchacha recuperó la conciencia de su entorno, más no podía aún mover ni siquiera los párpados. Las primaveras transcurrieron entonces con paciencia y parsimonia, con Anabela postrada en una silla de ruedas en la cual Fabio la trasladaba de un lugar a otro del teatro, e incluso a la plaza del pueblo, en donde se quedaba con ella largas horas viendo las hojas amarillentas caer de los árboles. A medida que se fueron haciendo adultos, Fabio cuidaba de Anabela cada día con mayor devoción: la bañaba, cepillaba su cabello, la perfumaba y cuando era viernes la vestía con sus mejores galas, llevándola posteriormente hasta detrás de los telones, en donde disfrutaba con ella de los dramas que se desarrollaban sobre las tablas. Luego la llevaba a acostar mientras él salía al jardín, aún cuando helaba, y tomaba la bandeja en la cual reflejaba en el agua la luz de las estrellas, hasta que el primer gallo de la madrugada cantaba. Ni todas las hojas de almanaque lograron vencer su fe de que algún día le pudiera corresponder sus largos abrazos.
De vez en cuando, al final de las obras, el actor al cual se había encontrado Fabio aquel fatídico día en que iba a visitar a la rumana, se dirigía hacia ellos y le repetía la misma frase que había pronunciado en aquel entonces. Anabela, quien ya lo advertía, sentía que su alma iba a estallar cuando su actor la miraba a los ojos, pero no podía hacer nada por levantarse y correr a abrazarlo cuando partía del teatro. Por un tiempo se convenció en forma de triste consuelo de que él estaba enamorándose de ella, pero se desengañó muy pronto cuando Fabio no contrató más al grupo por estar sus actores ya muy viejos, y aquel hombre no volvió nunca más a visitarla. De hecho ya eran muy pocos los que venían al teatro en aquel pueblo donde la iglesia y la mayoría de sus casas de madera ya estaban en ruinas y los árboles estaban todos cubiertos de hojas invisibles. Cuando una noche era buena, tan solo asistían dos o tres personas a ver la obra, puesto que con el pasar de los años ya casi todos habían emigrado de aquel caserío maldito. Fabio se sintió muy triste, sobre todo cuando no podía proporcionar a Anabela el entretenimiento en el claramente advertía que a ella se le entrecortaba la respiración. Por eso, cuando ya ella tenía sus rizos blancos y escasos, y la piel arrugada y vencida alrededor de sus siempre hermosos ojos de miel, Fabio decidió realizar él mismo las obras sobre el escenario, para así seguir divirtiendo a la mujer de su vida. Era una gran escena ver a aquel viejo vencer su reumatismo de óxido y bailar, llorar o reír mientras a un lado la bella anciana mostraba un perdido brillo en sus ojos, sin contar lo aliviado que él se sentía de no tener que recoger ya los montones de martillos. Anabela comprendió entonces que jamás en esa muerte disfrazada de vida sería digna de merecer tan ancho raudal de amor que salía de aquel anciano encorvado, derramándose sobre ella.
Una noche, estaba en su cama viendo a Fabio cerrar la puerta de su habitación para dirigirse hacia el jardín, en donde buscaría el agua de estrellas. Tras unos segundos de oscuridad se quedó dormida y empezó a soñar que corría descalza por un campo cubierto de rosas blancas tan grandes que casi ocultaban la silueta de un hombre que la esperaba de espaldas. Cuando faltaba tan solo unos pocos metros para alcanzarlo pisó unos cristales rotos que rompieron sus pies, haciéndola caer de bruces. Entonces se despertó de un salto y quedó sentada sobre su cama. De inmediato intuyó que el dios del destino había escuchado sus silentes súplicas y para confirmarlo se bajó y fue hacia el jardín, en donde consiguió al viejo Fabio durmiendo en el piso, al lado de la bandeja con agua de estrellas. Al verlo estuvo segura entonces y buscó una bolsa de tela con la cual salió del teatro y se dirigió hacia el cementerio en donde consiguió a la rumana, ya convertida en un espectro, quien le entregó un gato gris y de ojos también grises.
-¿Estás segura? le preguntó la pitonisa con una voz cenicienta.
-Si -respondió Anabela, usando por primera vez su voz desde que le había preguntado a Fabio si la recibía en su habitación. -Esto es lo único que he querido hacer desde hace mucho tiempo, cuando la tortura de los minutos comenzó a taladrar mis oídos. ¿Y tú me aseguras que él atacará al gallo?
-Por supuesto, respondió el espectro. Así como puedes estar segura también que dentro de unos minutos te enviaré el otro animal que necesitas.
Dando gracias, Anabela tomó el gato y lo metió dentro de la bolsa, en la cual se lo llevó hasta el teatro y lo liberó sobre el borde de una pared, cerca del gallo que cantaba todas las mañanas. El felino se quedó echado lamiéndose las patas, mientras ella se dirigió hacia la habitación en donde al acostarse por última vez, cayó prisionera de nuevo tras los muros de su carne. Cuando ya se acercaba el amanecer el gallo sacó su cabeza de debajo de su ala y batiendo su cresta vio una débil luz rojiza que aparecía al este. Entonces cantó con fuerza, con sonoridad, totalmente ajeno al gato que a escasos metros venía acechándolo con paso lento, al haber escuchado el canto del ave. Mientras, al otro lado de la pared por la desierta vereda venía caminando distraído un perro grande y macizo. Justo en el momento en que volvió a cantar, el gato se abalanzó sobre él, haciendo que el perro que venía por fuera advirtiera a aquel detestable animal y se lanzara a ladrar con desespero, haciendo un letal coro con el gallo. Fabio alcanzó a despertarse justo en el momento en el que el gallo caía a la calle herido por las garras del gato, el cual a su vez fue despedazado por el perro en una pequeña carnicería de madrugada.
Por fuerza de la costumbre no sospechó nada de lo que acababa de pasar y tomó el agua de estrellas, con la cual se dirigió a la cocina, en donde la depositó en un vaso de arcilla y luego subió hacia el cuarto en donde reposaba Anabela. Una vez ahí puso el vaso sobre la vieja mesa de noche y esperó a que amaneciera enroscando sus dedos en sus blancos rizos, ritual que había seguido desde que eran castaños e igual de bellos. En el momento en el que el sol manchó las sábanas, Anabela esperaba ansiosa el único beso que se merecía de Fabio, por lo que esperó que fuera verdad lo que le había dicho la rumana y el veneno no le hiciera daño a él. Entonces cuando sus labios se encontraron, ella reaccionó de nuevo y le dio el beso más hermoso de toda su vida al viejo. Sus lenguas nadaron bajo el agua de estrellas como anguilas que se unían entre calientes destellos, mientras poco a poco Anabela sentía que su cuerpo se desvanecía, pero sin soltar la cadena de oro dentro del aro de plata que apretaba en su mano.
Desde aquel día Fabio quedo tan solo y triste que entonces fue él quien cayó en una especie de limbo, en el que olvidó la muerte de Anabela e incluso no se dio cuenta de la suya propia. Tiempo después tampoco advirtió cómo los siglos cayeron rodando sobre un incesante deslave de historias y mucho menos notó diferencia cuando en la aldea en lugar de casitas de madera podrida había altos edificios de apartamentos, ni cuando en el lugar de la plaza erigieron un frío centro comercial, en el cual las tiendas competían en el mayor brillo posible con sus luces de neón. Solo una estructura, de la cual nadie sabía su origen, fue reconstruida casi a partir de sus ruinas. Cuidando mantener el estilo que apenas se podía adivinar, los restauradores escribieron sobre una tabla de nogal con letras de bronce “Teatro Eterno” dado que jamás lograron descifrar la edad que tenía. Muchas historias habían tejido alrededor de tan misteriosa obra, algunas eran muy cercanas a la realidad pero otras no pasaban de ser las más insulsas locuras. Pero a lo que estaban acostumbrados algunos de sus más asiduos visitantes, era a ver una extraña aparición que sólo se mostraba en las medianoches claras y solitarias. Se trataba de un muchachito larguirucho, sentado en la isla de la avenida que pasaba al frente del teatro, velando a una bandeja con agua en la cual se reflejaban las estrellas alrededor de la luna.

Fin.

Texto agregado el 20-05-2004, y leído por 153 visitantes. (1 voto)


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