Ella acababa de llegar de su última consulta con el ginecobstetra. A pesar de que sus seis meses de embarazo le estaban pesando como nunca para hasta para realizar la más sencilla de cualquier actividad, tendría que mentalizarse para duplicar su voluntad, pues el médico acababa de confirmar lo que su vientre sospechaba: iba a tener gemelos. Estaba cansada y casi sin aliento, en parte por los cuatro pisos que acababa de subir por las escaleras gracias al racionamiento de energía eléctrica que siempre comenzaba en el peor momento, cuando más necesitaba el ascensor. Pero lo que más la había agotado era la intensa búsqueda, la desesperada caminata que día a día realizaba esperando averiguar el paradero de quien debía estar ahí junto a ella, acompañándola al médico y luego a su casa, acostándola a dormir mientras preparaba cualquier cosa para almorzar. Como una confirmación de sus deseos, uno de los niños pateó suavemente a un costado de su abdomen. Tocó instintivamente con la mano el sitio donde había sentido aquel signo de vida, mientras soltaba una especie de queja mezclada con lamento:
- ¡Ay, Julián! ¿Te tragó la tierra o qué? –dijo en voz alta, pegando su frente a la puerta que tenía ante sí.
¡Cuánto necesitaba verlo y decirle que había cometido el error más grande de toda su desgraciada vida! ¡cuánto necesitaba que supiera que en ella crecían algo más que recuerdos suyos!. Separó su cabeza de la puerta para introducir la llave y al abrir encontró un sobre, tan blanco, tan solitario que parecía haberse quedado dormido en el piso mientras esperaba a que ella regresara. Se agachó con dificultad, recogiéndolo y volteándolo en un solo movimiento mientras revisaba si por detrás tenía alguna señal de su remitente, pero no encontró nada más que una delgada línea de pegamento amarillo sobre la cual se posaba la pestaña del sobre. Trató de recordar si lo había visto al partir en la mañana, pero estaba segura que no, pues de hecho había recogido el recibo del teléfono casi del mismo lugar y no recordaba haber visto mas nada en el piso. Se levantó con mucho esfuerzo y mientras caminaba hacia un rincón de la sala fue rompiéndolo por un lado, con cuidado de no dañar un papel que se sentía en su interior. En la fría estancia había cajas de cartón por doquier colocadas sobre restos de pintura raspada a las paredes. En el único rincón acogedor de lo que parecía ser la sala, había una ventana que daba hacia el parque del edificio, que estaba colmado de árboles y de pájaros que aún a esa hora de la mañana -ya muy cerca del mediodía- continuaban cantando con la misma alegría con que lo hacían al recibir en las ramas de sus hogares el festivo sol de la mañana. La grávida mujer se sentó en un espacioso sillón, al lado de una mesita con un jarrón que contenía un ramillete de girasoles artificiales que miraban con envidia el espectáculo a través de la ventana. Justo cuando estaba por sacar el papel del sobre sonó el timbre del apartamento. Lo puso en la mesita y lanzando varios pujos y calificativos a la madre de quien tocaba se incorporó vacilante hasta que tras unos esforzados pasos se asomó por el ojo mágico de la puerta, logrando ver a un joven de unos veinte años y que reconoció enseguida como el cobrador de la televisión por cable. Recordó que el último dinero de la quincena lo había gastado en un tratamiento que le había recetado el doctor, para cierta dolencia que le había causado el no haber hecho suficiente ejercicio durante los primeros meses de embarazo, como él se lo había recomendado.
-¡Por favor venga mañana que hoy no tengo dinero! Gritó a su inoportuno visitante.
-¡¿Otra vez?! Le contestó una voz que venía pintada con un poco de tono de disgusto.
-¡O si quiere mejor voy después para la oficina y pago allá! ¿si?. –mintió.
-¡Ah, que amable! ¡Gracias señora, voy a dejarle una nota a mis nietos para que estén pendientes!.
La mujer, puertas adentro escuchó luego de este comentario, los pasos del empleado que se alejaba por las escaleras. Como el cansancio del embarazo le había quitado su vieja costumbre de no quedarse callada en esas situaciones, se limitó a pintarle la paloma a la inocente puerta mientras se devolvía con más esfuerzo hacia el sillón, donde tomo de nuevo el sobre. Justo cuando el índice y el pulgar tocaban el misterioso papel para halarlo de su envoltura, repicó el teléfono, que también estaba en la mesita junto al sillón. Esperó a que la contestadora atendiera la llamada y pudo escuchar la voz de su exprometido, con el único tono que le había escuchado desde hacía tres meses, cuando ella ya no pudo ocultar más su embarazo:
-¡Bien por ti, perra!. ¿Ahora te ocultas detrás de la contestadora?. Pues si piensas que me vas a robar también la nevera y el microondas, como quieres hacerlo con el apartamento, ¡¡Estás meando fuera del pote!! ¿oíste?.¡¡Ay que ver que eres una infeliz, una hipócrita, arrastrad...!!
La mujer se dejo caer sobre el respaldo del sillón, sosteniendo el cable de la conexión telefónica mientras cerraba los ojos y respiraba profundo, tratando de frenar el inminente enojo que aguardaba detrás de la sangre en sus venas, como también se lo había recomendado el doctor, cuando le comprobó un ligero aumento en la tensión arterial. Entonces sintió que el calorcito en la cara se disipaba; vio de nuevo el sobre, olvidado por unos segundos y sacó el papel que contenía. Aunque al principio no esperaba nada especial, después de las interrupciones no pudo evitar contener el aliento un segundo mientras desplegaba la hoja que tenía entre sus manos. Pudo ver que se trataba de una carta escrita a mano, y el corazón se le detuvo detrás de su respiración, cuando reconoció la letra. Después de leer la primera palabra, las palpitaciones y los respiros se soltaron en una carrera que se desarrollaba distante a la atención de la mujer, que se hallaba absorta en la carta:
“Querida Oriana: aún no sé que hacer con mi vida después de que ella conociera la tuya. Trato de mirar adelante y no ver gente gris que patéticamente transcurre su vida entre la rutina de lo normal. Trato de recordar que no debo acordarme de que esa misma gente cargaba el sol sobre sus hombros cuando tenía tus ojos para ver todo, verme a mí, vernos a nosotros. Han pasado ya más de seis meses y aún se me tuercen los pensamientos cuando me tropiezo con tu presencia en algún rincón de mi memoria. Aún siento que si me hubieras dado cualquier otra razón para alejarte de mí, la hubiera aceptado, pero las palabras que me inyectaste la última vez que nuestras caras estaban frente a frente, aún las tengo dentro de mi mano, como si fueran un papel arrugado en el que tengo anotada alguna dirección que me llevará al sitio donde tu proceder cobre sentido.
A veces vago por la ciudad donde fui exiliado de tus manos, solo, hundido. A veces por las tardes me detengo en un parque donde los niños corren curiosos tras insectos, o si no me fabrico un barco de periódicos usados y navego sobre botellas hasta que amanezco borracho en alguna vieja cafetería del centro, desayunando al lado de las putas que ya han terminado su trabajo. En cualquier caso, siempre saco de mi mano esas palabras que parecen un papel y las observo, sin emoción, sin expresión, como quien mira una silla de hierro. He tratado de guardarlas en mi bolsillo, pero no puedo. A pesar de que no tienen forma, peso ni tamaño, no logran entrar. Busco mil formas de arreglarlas, de doblarlas, aplastarlas y siempre terminan ahí, en mi mano que no las quiere soltar ya que es lo único que me quedó de esto que yo llamaba amor, no porque nunca lo fuera, sino porque ya no lo es.
¿Que puedo hacer ya para darle un nuevo impulso a mi aire?. Desaparecí para averiguarlo y hoy, justo antes de escribirte hallé la respuesta. Es por eso que te dejaré esta nota en el lugar donde me enteré que vas a vivir los próximos años de tu vida, en compañía de quien tendrá la dicha o desgracia, no lo sé, de compartir sus días contigo. Si en mí existiera el mínimo vestigio de la capacidad de elaborar algún sentimiento, seguro lo odiaría al tiempo que me llenaría de compasión por él. Ojalá y te acepte siempre, con tus defectos y virtudes, o en pocas palabras: ojalá te ame, te ame lo suficiente como para continuar contigo cuando tu infinito orgullo disfrazado de besos se termine. No es algo probable, es algo que seguro sucederá cuando la escoria que escupiste directo en mi rostro salpique gota tras gota, día tras día entre ustedes, hasta que logre romper ese decadente intento de relación. Ojalá en ese entonces no necesites buscarme, porque me habré ido más allá de donde las tardes pierden su brillo, aunque de ti no se si podré ya escapar, pues te tengo siempre ahí, inerte sobre mis malditos recuerdos.
Julián.”
Al terminar de leer la firma de su remitente, sintió que de súbito los dos niños saltaron al mismo tiempo en sus entrañas. Una angustia la invadió de repente a pesar de que era la primera vez que sentía que efectivamente llevaba dos criaturas dentro de sí, sin necesidad de ningún examen. Duró varios segundos mirando hacia la carta, pero como si estuviera mirando más allá de ella, como si aquel papel fuera invisible o ella quisiera desaparecerlo. Y así como a veces la lluvia comienza con imprevistas gotas, pesadas y frías; arrugó la carta con un movimiento repentino, pero cargado de dolorosa lentitud, doblándose al mismo tiempo sobre su hinchado abdomen el cual abrazó, aferrándose a las únicas personas que ya le quedaban en este mundo. No derramó una sola lágrima, pues temía que cuando comenzara quizá nunca pararía de hacerlo. En lugar del llanto empezó a respirar con un agitado ritmo, con los labios temblando y los ojos fijos ahora en los girasoles artificiales que continuaban ajenos a los que sucedía a su alrededor, melancólicos, observando a los árboles en el parque a través de la ventana.
Fin |