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¡Haz lo que quieras nojoda, si quieres ve y agarra a esa otra perra y llévatela para la casa a vivir contigo, ya que lo único que haces es hablar de ella, será que te gusta más a ti que a mí! ¡y el blúmer ese te lo puedes meter por el culo mil veces, ¿oíste?!

... y con estás palabras cerró de golpe el celular, de última generación, de esos que reciben hasta fotos y todo. Encendió un cigarro y se subió al camión comenzando su viaje desde Mérida hasta Valera. Lo habían enviado de viaje a los andes a repartir los miles de teléfonos destinados a cubrir el aumento de la demanda por la temporada navideña.

Tres horas después, la neblina típica de las tardes parameras casi no lo dejaba ver, por lo que el hecho de que la carretera se hallara casi desierta lo ayudó mucho. Aunque no había vuelto a hablar con su esposa desde que inició el viaje, con la furia que agarraba cada vez que se acordaba de la discusión le empezó a arder el estómago, pensó que si comía algo tal vez se le aliviaba un poco. Reflexionando sobre esto miró el reloj y se dio cuenta que en realidad era pasada las tres de la tarde y no había almorzado todavía. Se puso entonces a buscar a orilla de la carretera a ver donde paraba para comer, y le tocaría resignarse con lo primero que apareciera porque lo único que había por esa vía eran potreros y montañas.

Como veinte minutos y quince curvas después leyó “Platos Típicos Don Fortunato” en un aviso escrito sobre una tabla, en una casita de corredor que parecía la antesala de un bosque de pinos en todo el recodo de una curva. Con un gesto mecánico orilló el vehículo en una especie de estacionamiento semivacío al frente de la casa. Se bajo y miró un poco el sitio tratando de adivinar la clase de comida que vendían ahí, mientras el frío mordaz le golpeaba las manos y la cara. Entró al fin por una puerta angosta a un comedor que parecía más bien el de una casa de familia y no el de un negocio dedicado a la venta de comida. Se iba a devolver, creyendo que había entrado por un lado equivocado cuando una anciana con el típico cantadito merideño le dijo “¿a la orden, señor?

Miró hacia la señora y descubrió detrás de sus mejillas rojas como las de todo típico andino que vive en el campo, una cocina llena de humo que salía de una estufa de leña donde hervían unas ollas negras de hollín, y una muchacha -no más colorada, sino menos curtida- que afanosa preparaba los platos para la venta. Después de preguntar con desgano que tenían para comer y ordenar su almuerzo, se sentó a esperar su plato de caldo de gallina, arroz, yuca, ensalada de gallina y gallina asada, acompañado por un buen jugo de mora. Le dolía la cabeza y aunque en otras ocasiones culparía al hambre por ello, en esta oportunidad estaba seguro que la obstinación de su celópata esposa era la única y evidente causa. Mirando por la pequeña ventana, al lado de la también pequeña puerta, veía afuera la fría blancura de las nubes a ras de piso, desvió su mirada hacia una vieja vitrina que había al lado de la entrada, donde a través de un vidrio opacado por el humo de los años reposaba un cuaderno con una ilustración de los “Power Rangers”.

Este amarillento cuaderno fue la llave que abrió una habitación en su cabeza, que estaba llena de recuerdos polvorientos de cuando era un feliz adolescente. Recordó como escribía en un cuaderno igual a aquel, en el diseño y en lo envejecido, los poemas que le venían cada vez que se sentaba en la azotea de su edificio donde el Ávila le miraba curioso, ocultándose detrás de las nubes. Poemas que le inspiraba Marcia, su primer y único amor, con quien descubrió que ese sentimiento nunca puede nacer a primera vista, pues una combinación de amistad y noviazgo como la que ellos tenían, no podía ser cosa de un momento. Vino a su memoria su acto de grado de bachiller que estuvo por todo lo alto ya que fue el primero del nuevo milenio y por lo tanto, bajo las ridículas pautas propagandísticas del colegio era la “promoción del futuro”. Él recordaría ese acto no por esto precisamente, sino porque minutos antes de la formación de entrada al auditorio Marcia le anunció, tratando de mezclar correctamente la alegría y la tristeza, que la habían becado para ir a realizar en Francia estudios de Historia del Arte, su segunda pasión después de él. Fue la primera decepción que le enseñó su lección más importante: el jurarse 1000 veces que el amor no cambiará con la distancia es la más patética ridiculez de los enamorados inexpertos. Recordó cuando meses después juró en su cuaderno, ya no tan frecuentado como antes, que nunca iba a trabajar en aquello que no amara cuando su padre repetía una y otra vez que no se merecía la porquería que le pagaban por ese trabajo tan miserable; por lo que poco después lo encarcelaron por delitos de corrupción en la oficina pública en que trabajaba. Revivió el preciso momento en que tuvo que abandonar sus estudios de Periodista para hacerse cargo de su mamá y su hermano, y cuando vendió su cámara reflex para poder mantener la casa mientras conseguía trabajo. Recordó cuando se casó con quien bien sabía que no era el amor de su vida, pero si movía su culo como nadie en la cama y en lo sentimental había llenado el espacio de la costumbre y ahora llenaba el de su obstinación, razón por la cual la entrepierna llena de nuevas sensaciones, aromas y sabores de una zorrita de 19 años sustituyó a la rutinaria cena congelada que ahora le daba su amargada esposa.

Siiii, decía para sí mismo mientras inhalaba el cigarrillo y recordaba a “la morenita gozona” -como se refería jactanciosamente a su amante- su piel de seda canela, sus ojos negros que la miraban llenos de lujuria mientras se dibujaban dos hoyuelos en sus mejillas, rodeadas de la explosión de cabellos que caían sobre su pantalón, mientras manejaba en la cárcel de lata que antes era su camión. Fue cuando el dinero que ganaba en su triste trabajo de chofer para una empresa de celulares no le alcanzó para mantener el vicio que hacía que él y su amante enloquecieran y fueran más allá del sexo, de la aberración y de las fronteras que marcaban la diferencia entre los seres humanos y los animales, razón por la cual se hallaba quebrado cuando necesito los diez millones de bolívares para hacerla abortar en una clínica clandestina pero segura, ya que la extraña fórmula que había tomado la última vez además de la criatura casi la mata a ella también. Entonces ideó un plan que le aseguró el dinero para el aborto, para guardar las apariencias con su esposa y hasta para comprarse unas pintas para lucirle a la muchachita. Con sus nuevos amigos, amigos que le prestó ella, escogieron una madrugada específica y un sitio perfecto, no había margen para dejar algún cabo suelto. La noche de la ejecución de la coartada, viajaba por las oscuras y solitarias carreteras de los llanos centrales con el “comebueno” un muchacho al que le llevaba unos veinticinco años y quien era matón, ratero o estafador, según la necesidad del momento. Ya lo decía él mismo cuando iniciaron en viaje: “hay que sabel aplovechá la opoltunidá, ¿sí o qué?”. El muchacho llevaba a su lado una video cámara robada que iba a cambiar por droga al dañino, otro de los cómplices. Como a las tres de la mañana llegaron al lugar de la carretera que habían escogido entre todos. Comebueno se bajó primero del camión corriendo hacia el monte mientras le gritaba al grupo “¡empiecen sin mí, polque vengo que me cago!”. Pocos minutos después ya habían vaciado entre todos su antiguo camión; entonces el dañino le pasó una inyectadora diciéndole “métete esto, te va a ahuevonear todo, pero no te van a doler tanto los coñazos”.

Estúpidamente obediente, sacó una trenza del zapato, se la amarró más abajo del hombro y acto seguido se inyectó la extraña droga en su antebrazo. Lo último que alcanzó a decir fue “lo que hay que hacer por unos realitos”. Media hora después, todo a su alrededor transcurría como en cámara lenta, escuchaba las risas de los malándros alrededor suyo, pero como si estuvieran a cuadras de distancia. Intentó hablar pero no podía. Cuando trató de caminar hacia el camión sus piernas se entrecruzaron y fue a parar a los brazos de uno de los hombres, al que le veía la cara borrosa. Riéndose, este lo empujó como si fuera un muñeco de trapo, hizo serios esfuerzos para no caerse hacia atrás pero cuando logró estabilizarse y alzar la mirada, vio otro de los hombres que asía lo que le pareció una gruesa rama y que sin mediar más palabras le asestó un golpe en la cara que si bien casi no le dolió, si lo arrojó varios metros atrás, sumergiéndolo en un inmenso mar negro. Cuando de nuevo pudo abrir el único ojo que podía abrir, miró confundido a su alrededor dándose cuenta tras unos minutos que se hallaba en una clínica. Poco después entró una enfermera a realizarle un chequeo y administrarle algunos fármacos, seguida de un investigador de la policía quien venía a interrogarlo para ver que detalles alcanzaba a recordar del “atraco”. Quedo muy satisfecho: su plan había funcionado. Aún resentido se durmió para despertarse ya de noche, cuando en la penumbra de la habitación reconoció a su esposa que permanecía sentada al lado de su cama. Ese fue uno de sus últimos y ya escasos gestos de amabilidad para con él.

¡Su esposa! dijo mentalmente con un suspiro, lejos de ser de amor. Esa mujer que conoció sin saber del infierno que llevaba por dentro y sin sospechar de la enferma relación en que se convertiría un matrimonio donde el amor no lo llevaban en el corazón sino en sus genitales. Cuando ya probaron todas las posiciones, todos los más prohibidos lugares para tener sexo, cuando no hubo ya ni un solo rincón sin descubrir en sus cuerpos se quedaron ahí, solos con sus mutuas personalidades que eran la máxima expresión de la rotunda ausencia de afinidad. Pensaron en llenar entonces ese vacío con el indiscutiblemente mejor componente común de una pareja: un hijo, y se quedaron sin saber si la idea sería efectiva para salvar el abismo que crecía entre los dos, cuando se resignaron ya sin remedio ante su esterilidad. Fue cuando comenzó a llegar a su apartamento hasta las tapas de coca y por la rabia que le daba ya mas nada el mirar a su mujer, le propinaba aquellas golpizas que en varias ocasiones la dejaban inconsciente. Así, poco a poco él se encargó de desgarrarle la autoestima hasta que la noche del domingo pasado intentó quitarse la vida, cuando lo descubrió con su joven amante tirando en un rincón de una estación semivacía del metro, advertida por sus mismas sospechas y una de esas entrometidas amigas que nunca faltan. Tuvo que correr desnudo de la cintura para abajo sujetándola segundos antes de que casi se lanzara a las vías del tren, mientras los pocos pasajeros que venían en el vagón y los que esperaban en el andén se quedaban mirando casi sorprendidos el extraño espectáculo...

“¿En que momento se me jodió la vida?” pensaba mientras exhalaba la última bocanada de su cigarro a través de sus labios agrietados con el frío. Y allí, casi a las cuatro de una tarde gris, mirando a través de la puertecita de madera, sintió la mayor soledad del mundo. En eso, el sonido de su teléfono celular lo sacó abruptamente de sus reflexiones. Al revisar su pantalla vio que había varios mensajes de texto nuevos. Revisó el primero:

NUEVO MENSAJE DE TEXTO # 1
----------------------------------------------
ANOCHE LA PASÉ COMO NUNCA
TE ESPERO LA PRÓXIMA VEZ QUE
VUELVAS A MÉRIDA, PERO PROCUREMOS
BUSCAR UNA CABAÑA EN VEZ DE UN
HOTEL PARA NO DESPERTAR LOS
VECINOS.  BESOS.
-----------------------------------------------
Enviado por:
Mario
04147266585

Lo borró, porque aunque le puso el nombre de “Mario” a María Alejandra, para disimular, si después uno de sus amigos jodedores lo leía se enfrentaría a la más insoportable burla, como ya le sucedió en otra ocasión cuando prestó su teléfono para una llamada. Pensó que luego le respondería, pues había sido muy buena sustituta de su colega caraqueña, que no había podido venir porque “tenía gripe” simplemente. Sabía que en realidad se había quedado con el comebueno, con quien tenía un furtivo romance y al que él hasta le estaba manteniendo el vicio también. No quería arriesgarse a reclamarle nada a ella porque su infrahumana moral no quería verlo solo, reventando a golpes a su mujer para ahogar la frustración que llevaba por dentro. Así que mejor que siguieran así las cosas: que le siguieran viendo la cara de pendejo a él y él viendo la cara de su morenita gozona. Siguió con el otro mensaje:

NUEVO MENSAJE DE TEXTO # 2
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COÑO VIEJITO LLÁMAME, NO CREO
QUE NO TENGAS NADA DE COBERTURA
O ES QUE SI NO ME QUIERES PRESTAR
EL CARRO AVÍSAME
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Enviado por:
José M.
04162401711

El remitente, José Miguel, era un compañero de la empresa donde ambos trabajaban, que se encargó por unos millones de contactar los compradores para la mercancía robada hacía unas semanas. Le había dicho que le prestara su carro mientras estaba de viaje, pero él sabía que para lo que lo quería en realidad era para ruletearlo y no para “terminar de cuadrar unos negocios” como le había dicho. “El mundo está lleno de vivos que lo creen a uno huevón”, pensó. Lo peor del caso es que el que parece huevón es él, porque si ve que no le contesto las llamadas, debería darse cuenta de que no le voy a prestar el carro. “los carros y la mujer no se prestan... bueno, la mujer hasta sí”, pensó de nuevo. Continuó con los mensajes en su teléfono:


NUEVO MENSAJE IMAGEN & TEXTO # 1
------------------------------------------------
PUES SEGUÍ TU CONSEJO Y BUSQUE
LA “OTRA PERRA”, AQUÍ LA TIENES
DISFRÚTALA POR ÚLTIMA VEZ MAL
PARIDO, PORQUE NI A ELLA NI A MÍ
NOS VUELVES A VER. AH, EL BLUMER
TE LO METERÁS POR EL CULO TÚ,
CABRÓN
-------------------------------------------------
Enviado por:
Mi Amor
04142121080

Y la imagen que vio en la pantalla de su celular le quitó el dolor de cabeza, le quitó el hambre, le quito la rabia, y se lo cambió todo por un frío que le recorrió desde la punta de los dedos de los pies, hasta la nuca: Su esposa aparecía con una sonrisa macabra, grotesca, que le desfiguraba la cara. Una mano se perdía al final de brazo hacia un lado de la foto, y la otra sostenía el revólver original Smith & Weason que le dejó su papá, apuntando a la cabeza amordazada, llena de golpes y de lágrimas de su infortunada amante, que cerraba los ojos como lo hacen la mayoría de personas ante la inminencia de la muerte. En eso sintió que se acercaba alguien, por lo cual de nuevo cerró abruptamente el celular. Vio que era la muchacha que había visto hace rato en la cocina. Respirando profundo y fingiendo una sonrisa le recibió el almuerzo.

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La muchacha estaba hablando con su abuela tranquilamente dentro de la cocina:

-¡Ay nona!, este negocito esta cada día peor. Bueno, la verdad yo creo que hasta nos lo merecemos por brutas porque sólo a nosotras se nos ocurre montar una venta de comida en este peladero, por donde no pasa ni la buena vida...
-No sea desagradecida mi’ja, que mal que bien tenemos la comidita y tampoco dormimos en la calle. Además que con eso usté por lo menos tiene algo que hacé, y no anda por ahí de realenga.
-Si, pero déjeme decirle, usted no me entiende nona, yo quiero salir de este monte, conocer otras cosas, hacer rial...
-¡Ya sé por donde viene el cuentico! -la interrumpió con tono de regaño la anciana-. Desde que la hija de Pedro Chacón se jué pa’ Caracas a trabajar de cachifa a usté se le metió la idea de largarse detrás de ella, a hacer la misma vaina. Pues no mi’jita, olvídese que va a llegar a lavarle las pantaletas a otras viejas, nooooo, aquí usté hace más y si lo que quiere es irse, que sea pa’ estudiá y muy lejos pa’ Mérida y aquí su papá y yo veremos como buscamos la platica, pero pa’llá pa esa perdición que se jué la otra boba no.

Y la muchacha pensó en responderle, seguir diciéndole que ella no quería ponerse a empezar el bachillerato ya con 20 años, que lo que quería era empezar a ganar plata, comprarse mejor ropa, comer otra cosa que no fuera cuajada o calditos de gallina, ver avenidas, carros, conocer edificios y otras personas... pero no era de las personas tercas, como lo era su abuela, quien en ese momento pelaba unas papas, como tácita señal de que la conversación había concluido. Además ya estaba resuelta a aceptar la oferta de la Señora Emiliana, otra campesina como ella, pero de unos cuarenta y tantos años, y que era su única esperanza para salir de aquel páramo. La gorda Emiliana, como era conocida por el sector, era la única vecina de la reducida familia en muchos kilómetros y en efecto tenía este sobrenombre porque había engordado quizá por descuido o por enfermedad hasta tal punto en que ya no podía llegar sino hasta el patio de su casa, en el cual pasaba las horas y los días sentada sobre un robusto tronco tallado como un sillón, cobrando cada vez menos sentido su vida con cada minuto que le robaba su estado de casi total invalidez. Su pequeña pero productiva finca estaba situada al pie de un barranco de casi cien metros de caída, en toda la curva que había a unas tres cuadras desde el restauran; por lo que el empinado y sinuoso camino para salir desde la casa hasta la carretera, había hecho que durante los últimos años la pobre mujer prácticamente ya no pudiera conocer más mundo, situación que le provocaba además de los lógicos problemas físicos, una creciente depresión que activaba un círculo vicioso al empujarla a comer más y más cada día.

Pero esta señora tenía un hijo que vivía en la capital hacía años y que al ver el inmenso problema de obesidad de su mamá y temiendo que si no hacían nada algún día la gordura seguro le provocaría la muerte, resolvió llevársela para someterla a un tratamiento médico combinado con varias cirugías y hasta asesoría psicológica. Durante su convalecencia iba a necesitar de una muchacha de confianza que la cuidara y ¡quien mejor que ella! que desde pequeñita había sido como otra hija para aquella inmensa mujer. Tenía ya un plan en su mente: después de que Emiliana se recuperara le pediría a su hijo que la ayudara a ubicarse en alguna casa de familia, valiéndose de la experiencia adquirida con los cuidados de la señora. Sabía que su abuela no aprobaría la idea al comienzo, pero ya era prácticamente una mujer hecha y derecha y al final siempre la dejaría ir, esperando que se llevara su encontronazo con la realidad, esa era su forma de educar. Pero sabía que la convencería cuando llegara a visitarla llena de plata y de regalos para ella y toda su familia. Su papá, por otro lado, se limitaría a dejar el asunto en manos de la anciana, como era costumbre desde que murió su mamá hace unos años, al dar a luz a sus hermanos. Pero por los momentos solo le quedaba tener paciencia y evitar las discusiones con su abuela, para ir allanando el terreno hasta el día en que le informara de sus planes. Lanzó un suspiro de resignación y volvió a tomar la escoba, barriendo sin cuidado el comedor del pequeño negocio que era a la vez su pequeño encierro.

En eso entraron sus hermanitos, unos morochitos de ocho años que le dieron un poco de vida al estático ambiente. Traían la boca toda pintada, de haber comido tantas moras en las matas que había detrás de la casa, el inocente vicio de aquellos pequeños. Pero ella, en medio de la frustración ni los volteó a mirar.

-¿La bendición, nona? preguntaron los niños, haciendo voltear a su abuela.
-¡Dios los bendiga! le contestó la anciana en el tono afectuoso en que los adultos se dirigen a los niños cuando quieren consentirlos. ¿Pa’ donde andaban muérganos? les pregunto mientras se agachaba para abrazarlos. Comiendo otra vez como las vaquitas, ¿no?.

Los niños se echaron a reír con infantil candidez y salieron corriendo otra vez, en esas carreras que la natural alegría de los niños les provoca repentinamente. Al salir tropezaron con la escoba de la muchacha, provocando el estallido de un corto regaño:

-¡Epa! ¡pongan cuidado singuangos!
-¡Bueno, bueno!, deje de pelear -contesto protectora la abuela- y más bien vaya a buscar unas flores pal florero de la mesa y pa’ los santos.
-Pa’ la gente que las van a ver, protestó cuidadosamente la muchacha, al tiempo que salía para evitar cualquier respuesta de este “atrevido” comentario.

Caminando solo unos pocos minutos desde la escondida curva de la carretera donde vivía, había un verdadero paraíso que pasaba a través de los ojos de la aburrida muchacha, como pasan las palabras en los oídos sordos. Varios metros cuadrados de flores de todos los colores crecían sobre un brillante manto verde, adornadas de una manera especial por los rayos de sol que lograban abrirse paso entre las ramas de los pinos, si bien más abajo, en un pequeño claro, la luz del comienzo del mediodía se desbordaba en todo su esplendor, sacándole los más variados destellos al agua cristalina de la quebrada que corría valle abajo. Sin embargo, la muchacha llegó con la apatía de lo rutinario, cortó sin cuidado algunas flores y se devolvió de nuevo a su casa, sin prestar mayor atención al espectáculo que se mostraba prácticamente bajo sus narices. Camino de regreso al pequeño restaurante, repentinamente y como suele suceder el los páramos andinos, se cerró sobre ella y todo a su alrededor una espesa neblina, como si la naturaleza hubiera notado su apatía de hacía unos minutos. Curiosamente, cuando todo alrededor se volvió gris y frío, sí reaccionó pensando en voz baja:

- ¡Quién le va a gustar estar aquí toda la vida, como mi abuela; llevando frío y sin poder ver más allá de las narices con estas nubes! Bueno, pero pobrecita, esto es lo único que ella ha conocido, que más va a aspirar...

Llegó hasta la casa y se encontró con unos clientes: varios obreros que trabajaban en la finca de Doña Emiliana. Otra gente que no sabía que había más que monte y culebra en este mundo, pensó mientras ordenaba las flores. Luego se dispuso a servirles la comida que con la inconfundible sazón del campesino preparaba su abuela. Así transcurrió aquel común mediodía.

Rato después, como a eso de las tres y media, oyó desde su cama donde dormitaba la modorra de la tarde, que un carro se estacionaba frente al corredor de la casa. Se asomó por la ventana del cuartíco y vio que un señor de unos cuarenta y tantos años aproximadamente se bajaba de un camión cava, soplando el aliento sobre las manos, mientras las frotaba para espantar el frío. No creía que fuera alguien para comer, pero por si acaso se fue para la cocina, donde encontró a su abuela mirando también curiosa por la puerta de madera del comedor y que después se fue para la cocina antes de que entrara el forastero, a revisar si había comida también previniendo que quisiera almorzar y se encontró que en efecto había bastante. Ya lo había dicho su nieta, ya no se vendía tanto como antes...

La muchacha, ya sin dudarlo, encendía la leña para calentar la comida que había quedado del mediodía, cuando vio delante de su abuela, también ocupada en sus labores, al hombre que entraba y veía extrañado todo a su alrededor, a punto de devolverse para irse su abuela incorporándose lo recibió como atendía a los clientes que no frecuentaban el negocio: ¿a la orden, señor?

Mientras el forastero y la anciana negociaban el menú y el precio, ella se puso a estudiar el rostro del hombre: parecía un poco demacrado y ojeroso, hasta enfermo se podría decir, pero no por ello había perdido cierto brillo en los ojos que le daba un aspecto bonachón, brillo que atrajo inmediatamente su curiosidad. Observó rápidamente un carné que colgaba de su cuello y vio la foto donde aparecía con un mejor semblante, su nombre y la leyenda “Zona Gran Caracas” en el último renglón de la información. Mientras soplaba los tizones para apurar el fuego daba una que otra mirada furtiva al extraño que con la mirada perdida a través de la puerta se fumaba un cigarro con una extraña mezcla de elegancia y de soledad. La imagen de ese hombre que venía de ver y de conocer todo lo que ella añoraba ver y conocer hizo que a sus ojos apareciera con un aura de superioridad que la movía a envidiarlo tanto como admirarlo. Como no era capaz de entablar una conversación con él por esa timidez típica de la mayoría de los campesinos, se puso entonces a imaginarle una vida: Estaba claro que a lo mejor no era más que el chofer de una cava quizá de una gran empresa, pero debía ganar bien, en su ropa de marca se le notaba. Se veía que trabajaba muy duro por su aspecto cansado, de seguro tendría una familia que mantener. En los fines de semana, después de haber viajado por casi todo el país llegaría a su casa con muchos regalos para su familia. Su mujer lo recibiría feliz, preguntándole si la había extrañado y él le respondería con un largo y amoroso beso. Los días siguientes saldría con sus hijos a los parques de la ciudad a comer helados y ver las fuentes de las plazas, luego se irían a comer a algún centro comercial de esos con muchos negocios y luces de neón, centro comerciales que veía sólo en su televisor blanco y negro y luces de neón que coloreaba en su sueños. El lunes, tempranito en la mañana besaría a su esposa aún dormida, arrancando de nuevo al interior del país, contando los días para verla de nuevo...

Fue este el punto en que se quedó mirándolo y lanzó un modesto suspiro de celos por la feliz esposa de su extraño de ojos apacibles. Un sonido que salió de la chaqueta del hombre cortó dócilmente sus fantasías y vio como sacaba de ella un objeto brillante, plateado, hermoso, que confundió con una joya o algún tipo extraño de relicario y sólo cuando este lo abrió pudo deducir que se trataba de un teléfono celular, o eso creía al ver algunas teclas con números y recordar además que las joyas no sonaban, por lo menos las que ella conocía.

- ¡Bueno mi’ja!, ¿va a soltar ese plato o le va a echar comida por dentro?. De nuevo la sacó de sus pensamientos, esta vez su abuela que esperaba a que sirviera la comida, que ya estaba caliente.

Volviendo a la realidad de su mundo, la muchacha llenó los platos de peltre, y los puso en una bandeja junto a un humilde pero muy limpio vaso de plástico lleno de jugo de mora.

Cuando se acercaba lentamente con la comida por la espalda del hombre miró desde lejos y con curiosidad la pantalla del celular que sostenía en sus manos y distinguió una foto donde aparecía una señora con una gran sonrisa, sosteniendo algo en la cabeza de una muchacha con los ojos cerrados que estaba delante. Antes de que pudiera detallar mejor la gráfica, el señor cerró de golpe el teléfono y volteó hacia ella. Cuando vio de frente su cara el hombre estaba pálido, como las nubes que el viento empujaba afuera. Aunque esto le extraño un poco, pudo responderle una rara sonrisa con la que le recibió la comida y luego se alejó con la bandeja vacía.

Regreso a la cocina pensando en que a lo mejor la altura le había pegado al pobre señor, pero después de que se tomara el jugo de mora seguro se sentiría mejor. Lo que a continuación le acaparó su intranquilo cerebro fue el darse cuenta de las maravillas de que se perdía por estar en ese rincón del mundo. ¡Noooo, que arrechas las vainas que se ven ahora! ¡Resulta que en los teléfonos se pueden ver fotos!, pensó casi en voz alta. Sí como que había escuchado algo de eso en algunos de los comerciales que pasaban durante las novelas que veía que en su televisor del siglo pasado, pero nunca creyó en que vería semejante “diablura” ahí, en su propia casa, en el comedor de su negocio donde vendían comida a la leña. Después pensó en la foto que había visto, motivo perfecto para continuar el guión de vida que le había creado antes de servirle la comida a su ahora admirado personaje. La señora de la foto sería el feliz cónyuge que despertaba sus envidias, y había comprobado definitivamente por la sonrisa que le irradiaba toda la cara que era muy feliz ¡por qué otra cosa se puede reír, si no es por estar muy contento!. Y la muchacha que estaba delante de ella seguro sería una hija, jugando con su mamá y mandándole besos a su papá, que se partía el lomo por ellas. Y definitivamente comprobó que a pesar de su trabajo sencillo ganaba mucho dinero, pues un teléfono así costaría lo que ella no ganaría ni con cien ollas de caldo de gallina.

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Al frente tenía los restos de la comida que le acababa de servir la muchacha. La imagen que le acababa de enviar su esposa se le había incrustado en el cerebro, así que casi prácticamente no se dio cuenta cuando ya estaba por terminar todos los platos que mecánicamente ingirió, tratando de ordenar los pensamientos en su cabeza. Quiso respirar aire fresco y se paró abruptamente de la mesa para ir afuera, haciendo que la anciana corriera detrás de él cobrándole la cuenta. Se la pagó sin percatarse tampoco de la excusa que daba. Salió y miró a su alrededor como en una especie de embriaguez que le causó ver a su esposa y su amante juntas y más en esa situación. ¡Piensa!, se decía tratando de retomar el dominio de su mente. Está bien, quizá la mataría, quizá sería más nada por asustarlo. Pero en el peor de los casos, que la hubiera asesinado, por lo menos su mujer se encochinaría hasta más no poder y si se suicidó, si eso fue lo que le quiso decir cuando escribió que ni a ella ni a mí nos vuelves a ver; mejor aún, total ya ni le iba ni le venía lo que esa arpía hiciera con su vida, pero no podía negar que sí le afectaría el que matara a su morenita gozona. Sonó de nuevo el teléfono y con un nudo en el estomago lo sacó de su chaqueta, sosteniéndolo primero unos minutos en sus manos, con miedo de abrirlo. Al fin se decidió y apretó el botón de “leer” conteniendo la respiración:

NUEVO MENSAJE IMAGEN & TEXTO # 1
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¡APROVECHE LAS NAVIDADES Y LOS
DESCUENTOS DE TEMPORADA EN
ROPA PARA DAMAS, CABALLEROS
Y NIÑOS, JUGUETES Y LOS MÁS
ORIGINALES REGALOS! ENTRE YA A
wap.cellshop.com.ve Y DISFRUTA TU
AGUINALDAZO...
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Enviado por:
AmericanCell Services.
No ID number

Y a continuación una serie de fotos de varios artículos propios de la comercial temporada navideña. ¡Maldito tele catálogo! pensó mientras aflojaba el culo, cuando repentinamente en su mano el teléfono sonó y vibró tan súbitamente que hizo que se le cayera al suelo polvoriento. Se agachó a recogerlo mientras crecía de nuevo el miedo, y aún sin tomarlo, vio en la pantalla del teléfono la tecla “leer” parpadeando. Ahora, con las manos húmedas y frías por la tensión y el clima, asió de nuevo el aún más frío teléfono y apretó con cautela el botón para ver de nuevo los mensajes:

NUEVO MENSAJE IMAGEN & TEXTO # 1
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BUENO, PARA QUE VEAS QUE NO SOY
MALA TE LA DEJO VER DE NUEVO.
CARIÑO, ME DESPIDO DE TI, GRACIAS
POR DESGRACIARME LA VIDA, PARA
DEVOLVERTE EL FAVOR, LE ENVÍE
UN CORREO CON UN VIDEO TUYO
MUY BUENO A TU JEFE... POR CIERTO,
¿A QUIÉN CREES QUE VENDIÓ MAS
BARATO EL NOVIO DE LA PUTICA,
A ELLA O A TI?
CLARO, A TI. CHAU, INFELIZ.
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Enviado por:
Mi Amor
04142121080

Tuvo que agarrarse del espejo del camión para no caerse, cuando vio la primera foto: en su cama, la cama de su cuarto en su apartamento yacía su morenita gozona sobre un charco de sangre y sesos que casi se derramaba del teléfono por la crudeza. Después de poco más de un minuto y con el corazón latiendo a mil por hora por la dantesca impresión, logró presionar el botón para ver la siguiente imagen: sus sospechas se vieron confirmadas al ver a su esposa con la cara llena de sangre, apretando dentro de su boca el revolver con sus manos también sanguinolentas. Se quedó ahí, parado, sintiendo como si lo hubiese atropellado el camión que tenía a un lado. ¿cómo no se había dado cuenta a tiempo de que su mujer estaba tan loca? ¿y ahora qué iba a hacer?. Se metió al vehículo pero sin arrancarlo, solamente para sentarse y pensar una y otra vez en lo que acababa de ver en su teléfono. Después de pasar así varios minutos, sacó de la guantera un recipiente de plástico de los que traen los rollos fotográficos y abriéndolo volteó hacia el pequeño restauran y a través de la ventanilla descubrió la mirada de la muchacha, que lo estudiaba discretamente desde la ventana del negocio, la cual al verlo volteó inmediatamente. Una vez que se aseguró de que nadie lo miraba, metió el dedo meñique de su mano derecha y lo sacó rápidamente, cargando en la uña, más larga que la de los demás dedos, una pequeña dosis de coca que aspiro con igual rapidez por un lado de la nariz mientras se tapaba el otro con el pulgar de la mano izquierda.

Espero tranquilamente sentado mientras hacia efecto la droga, pensando a quien llamar primero hasta que repentinamente repicó su teléfono celular, en el que vio la advertencia “Llamada de José M.” parpadeando en la pantalla. Con apremiante obstinación contesto el teléfono y empezó a gritarle a su interlocutor:

- Mira viejito, en este momento no estoy para que me jodas la paciencia, tengo un peo muy arrecho...
- ¡¡Peo arrecho el que hay aquí, caímos hijoeputa!!! le interrumpió con voz de desespero
- ¿Qué?
- Entérate que la coño de madre de tu mujer nos mando un video a toda la intranet donde apareces tu, pana, bajando los teléfonos de la cava y dándoselos al mimosín y al dañino!, y eso no es nada, a esos cabrones los sapeó creo que el comebueno y los agarraron esta mañana, ¡los tienen identificados chamo, y aparecen en el video que mando la granputa de tu mujer!
- ¡¡¿QUEEE?!!
- Así mismo, caímos viejito, se nos jodió todo, yo te estoy llamando del baño para que no me escuche nadie, el gran jefe parece que ya te está reportando, ¿aló? ¡¿aló?!

Pero el teléfono yacía en el piso del camión. Sintió de nuevo un nudo en el estómago, confirmando la última frase del quinto mensaje: ¿a quién crees que vendió mas barato el novio de la putica, a ella o a ti?. Recordó también la video cámara que cargaba el comebueno la noche del “robo” y cuando se bajó corriendo hacia el monte dizque para cagar. Quedó con la mente en blanco, agarrando con tal fuerza el volante que los dedos se le pusieron blancos desde la mano. Con el corazón palpitando un poco más rápido pero mucho más fuerte arrancó el camión y se internó en la blancura del final de la tarde. Manejaba con extrema lentitud, embobado, abstraído, impotentemente encolerizado; mirando hacia delante sin poder ver más allá del capó del fiel vehículo, como una sarcástica alegoría de su futuro.

Siguió así por unos doscientos metros, reduciendo inconscientemente la velocidad hasta casi detenerse por completo. El ambiente blanco y frío a su alrededor le daba la impresión de que la cabina de su camión era una burbuja y alrededor todo ocurría en un mundo ajeno a él. A su lado pasaron dos niños cabalgando felices con la boca morada y las mejillas rojas, sacando de una bolsa de plástico fresas, moras y otras golosinas de las que solo se consiguen en la generosa confitería que era aquella naturaleza. Se detuvo por completo y al hacerlo bajó una gota por el parabrisas empañado por su agitada respiración. La siguió con la mirada viendo como se mezclaba con otras gotas que había en el vidrio, dejando un rastro de humedad que se desvanecía a los pocos segundos de haber pasado la cada vez más rápida partícula de agua. Justo cuando se estrelló con la parte inferior de la goma del parabrisas y como se tratara de una amarga continuación de ésta, sintió como una lágrima bajó de su ojo derecho, corriendo por la mejilla hasta llegar a su mentón, donde se sostuvo tambaleante poco menos de un segundo, antes de caer en su muslo. Como si hubiera traspasado la piel, la desesperación bajó por su pierna erizándole los pelos bajo el pantalón a su paso y terminando su caída pesadamente en su pie, haciendo acelerar a fondo el camión. En su rápida y corta carrera fue directo a la curva donde encubierto por el vaporoso satén blanco, se hallaba a la espera de su inmolación un inmenso y bello precipicio. Justo antes de caer en él, el hombre miró las nubes y recordó al Ávila que le miraba detrás de ellas, allá en la azotea de su edificio, en los años en que la vida aún le valía la pena.

Con esta imagen en sus ojos empapados cerró los párpados cuando se sintió volando en el cielo. No vio como tan solo unos pocos metros abajo el paisaje se abría libre de niebla, descubriendo un atardecer bañado de colores de oro y sangre, no vio el gavilán que pasó brillante delante de él trinando asustado al ver esa extraña y gigante ave surcando los cielos, no vio la casa de tejas rojas envejecidas resguardada por un cortejo de sombras que salían por el sol de los venados. No vio la señora que en el patio trató de correr, forcejeando con su gordana, hasta que en un violento beso su muerte y la de él se encontraron bajo una estruendosa lluvia de metal, cristales y fuego.


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Cuando miró de nuevo al comedor el hombre se paró abruptamente y fue a salir del local, como si intentara escaparse. Su abuela saltó como un resorte corriendo detrás de él: ¡epa, epa! ¡no me ha pagado!. El hombre se paró en seco y ella alcanzó a entenderle en su débil voz que sintió nauseas o algo así. Visiblemente ofendida, pero sin decir nada su abuela le recibió unos billetes mientras se vino roja de la rabia hacia la cocina refunfuñando: - Claro, no le va a dar nauseas si a lo mejor lo que come son puras porquerías, por mi comida no será, nojoda. Después de recoger en una olla las sobras que habían quedado de los platos que habían servido durante el día, se dirigió hacia la mesa para traer las que habían quedado en los platos del forastero. Mientras lo hacía miraba disimuladamente hacia fuera donde vio al hombre agachado recogiendo su teléfono, pero lo hacía con mucha cautela, como si fuera a agarrar una culebra o algo así. Se devolvió a la cocina pensando en que ojalá no se hubiera rayado contra el piso el aparatico, todavía sin salir del asombro que le había causado. Rato después de que lavó los platos y las ollas y había puesto a hervir agua para hacer café, le extrañó no haber escuchado el motor del camión, pero no tanto como cuando se disponía a salir con la olla de las sobras, para echárselas a las gallinas, y vio por la puerta que el hombre se agarraba del camión con una mano y con la otra apretaba el celular. Convencida de que el hombre estaba enfermo se devolvió y le comentó a su abuela:

-¡Ay, nona, el hombre como que de verdad se enfermó!, está ahí afuera sosteniéndose del carro como pa’ no caerse. Voy a preguntale a ver si está bien.
- Calle la boca y quédese aquí más bien, que ese tipo se ve como sospechoso; le respondió sabia la anciana.

Obediente la muchacha se quedó olla en mano. Puso la manga de colar a un lado de la estufa y le echó el café molido, pero cuando fue a comprobar el agua esta aún no había hervido. Con la curiosidad mordiéndole los pies, se quedó apoyada contra una mesita de madera en la cocina, mientras observaba a su abuela que rosario en mano, se dispuso a rezar la novena del Niño Jesús, como lo hacía todos los días a esa hora, en un rincón donde entre velones y flores la Virgen del Carmen y el Divino Niño resguardaban vigilantes a las dos mujeres. Mientras la miraba pensaba en lo que le ocurría al extraño, a unos metros afuera. A lo mejor le había echado mucho ají dulce a la salsa de la ensalada. No, lo más seguro es que el pobre señor se resintió, allá en la ciudad comería puras cosas finas y cocinadas con gas, y aquí, al contrario se le había servido tremendo plato de unas gallinas tan viejas que ya no ponían más y para colmo rodeado de humo por todos lados. Con esta imagen auto creada de la gravedad de la situación corrió hacia la ventana y mirando casi con el rabillo del ojo se percató del estado de él. Vio que ya estaba dentro del camión y que buscaba algo en la guantera, a lo mejor algunas pastillas o algo así, pensó. Justo cuando se disponía a mirar completamente de frente el hombre alzó la mirada y sus ojos se encontraron frente a frente a través del cristal de la ventanilla del camión. Con la cara enrojecida por el pudor volteó inmediatamente y se fue de nuevo a la cocina a revisar si había hervido el agua, como si aún él la mirara. Tomando con un trapo la olla del agua que ya burbujeaba entre el vapor la vació poco a poco en la manga.

Al fondo el monótono coro de su abuela era lo único que se oía en el intranquilo silencio de la tarde. Cuando terminó al rato de colar el café, sirvió dos tazas y le llevó una. En el momento en que estaba por dejarla a su lado oyó afuera que arrancaba el camión, justo cuando la anciana concluía: “...ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte; amén”. Mirando a la Virgen a los ojos le pidió fugazmente que cuidara el viaje de su forastero de ojos tranquilos y tomó un sorbo de café. Mientras vaciaba la taza pensó que era cuestión de una o dos semanas y la Señora Emiliana la vendría a buscar y quien sabe, hasta lo volvería a ver en la capital y le preguntaría si no necesitaba una muchacha de servicio. Tranquilizada y llena de optimismo con estos pensamientos, buscó entre su raída blusa una llave plateada y pequeña, y se dirigió hacia la puerta donde abrió la vitrina que reposaba a un lado y sacó un cuaderno amarillento, con una ilustración de los “Power Rangers” y donde le escribía algo así como un diario a su mamá, en una especie de transculturización producto de la afición de la muchacha por las telenovelas. Diciéndole “ya vengo” a su abuela, se fue caminando en sentido contrario hacia donde había partido su quizá futuro jefe. Pocos minutos después llegó al paraíso de flores, donde al pie de un pino la muchacha se sentó y abrió el viejo cuaderno donde estaba un lápiz desgastado marcando la última página en blanco. Comenzó escribiendo con su enmarañada caligrafía de primaria:

“Hoy sentí que ya pronto se me va a dar el viaje para la capital. Al negocio llegó un señor que no sé porqué pero me dio como una corazonada de que allá me iba a ir muy bien. Algo en su mirada me lo decía, como si adivinara que yo también quería estar allá, donde él seguro tenía todo un futuro esperándolo todos los días. Sé que lo más probable es que mi papá y mi abuela van a protestar cuando la Sra. Emiliana me venga a buscar y también debo confesarte que a veces me da miedo dejarlos, pero en el fondo, mamaíta, yo sé que Diosito y tú siempre me van a cuidar y van a hacer que las cosas salgan de la mejor manera para mí y para todos...”

Y así siguió la muchacha redactando sus experiencias y sus ilusiones para su mamá en el cielo, y parecía que por intercesión de ella la naturaleza se reconcilió con la joven, porque en ese instante se abrieron unas nubes en el firmamento y bajó un rayo de sol que cayó protector alrededor de ella, haciendo brillar de nuevo las flores y las aguas de la quebrada, que con un sonido parecido al de la lluvia, llevaba su mensaje de esperanza a todas las plantas que reverdecían a su paso.

Fin.

Texto agregado el 20-05-2004, y leído por 247 visitantes. (1 voto)


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