Me tomo un vino seco y tinto, tal como siento mis labios después de que los tuyos se posaron en todo mi cuerpo, delante y atrás, en futuro y pasado. Mientras agito el sanguinolento líquido en mi copa te miro, niña extraviada, veo como duermes en la cama respirando las amapolas de madera que están junto a la lámpara. Veo como la luz de luna baja desde el cielo y cae sobre tu piel cual copos de plata, así cómo el tiempo va cayendo sobre nuestras memorias. Miro mi reloj, ya son las cinco de la mañana y el crepúsculo es al mismo tiempo certeza e ilusión. En tu rostro de princesa un rizo dorado danza con tu aliento, mientras la entidad de lo invisible embellece tu cara, al dejar saber que tus ojos son grises, aunque los tengas cerrados. Sí, pareces de la realeza, entre las sábanas de seda, entre la nostalgia del viento, entre mis dos ojos que te miran inertes: tan solo flotan sobre tu figura, anhelando la hora en que pueda tenerte así como estás frente a mí en este momento: desnuda y frágil como un lazo de nubes, pero que además pudiera sentir el calor de tu cuerpo abrasándome los días, que pueda tenerte junto a mí como tengo esta resaca que me hace endurecer la lengua.
Me tomo el licor de un sorbo y salgo hacia el balcón que esta detrás de la cama en la que reposas. Miro las montañas y ya el oro comienza a asomarse entre sus siluetas, derramándose con postín sobre todo a mi alrededor. Estiro mis manos y tomo un poco de encima de algunos arbustos y lo desmenuzo sobre la servilleta donde te limpias mis sentimientos, fabricándome un cigarro que fumo con doloroso placer. A través del humo de colores veo el sol que intenta salir y no lo logra: a medida que va superando los riscos se va derritiendo como la miel de un alacrán, hasta que baja cual alma del vesubio por los valles y praderas, alcanzando los jardines que crecen debajo de mi palco, desde el cual me asomo y veo la figura de mi rostro reflejado en el astro líquido, pero no logro encontrar equilibrio entre las imágenes que se transforman en hienas, cisnes y arlequines. Cuando vuelvo a alzar mi mirada hacia las montañas, estas están brillantes, como si fueran de porcelana, por lo que en ellas se refleja una refulgente luz que me enceguece hasta que por un momento no logro distinguir sino a la luna, que se aparece una vez más, mas grande, mas bella, mas poderosa. Cuando mis ojos se acostumbran al fulgor veo que las cumbres poco a poco van tornándose en un color canela claro, hasta que toman tu imagen de serpiente de terciopelo que duerme de espaldas: poco a poco aparecen tu cuello, tu espalda, tus nalgas y tus muslos con la delicadeza en que esta ópera que sale desde mi vieja vitrola baila entre sus actos eternos. Y sin moverme en cuerpo estoy de nuevo de pie frente a ti, viendo como te estremeces plácida entre los tules y las azucenas que habitan tras tus párpados de piedra.
-¿Halkahazar, eres tu amado mío? –escucho que dices desde el más allá. Sirvo otra copa de vino y me acerco a ti, que hablas con tu salvador, tu héroe, apareciéndose en tus sueños.
-Halkahazar, tómame y sácame de este oasis, que prefiero una tormenta de arena diferente cada día, que tomar de la misma fuente para siempre... –le dices al caballero que te saca de tu tienda y te carga en sus brazos, hasta que te sube en un camello y te lleva al país en el que ya no vive nadie.
Si, definitivamente estabas teniendo ese sueño del que tanto me has hablado. Enternecido de dolor por mi mismo acaricio tus cabellos y al hacerlo, de ellos salen un sonido de arpa que te despierta, abres tus ojos grises y miras hacia la alfombra dorada a mis pies. Allí observas aún nublada como tu letargo se cuela entre las fibras, como el líquido de una botella rota. Parpadeas varias veces más y me miras con inocencia, preguntas la hora y yo no miro el reloj, consulto el cielo a través de los postigos y encuentro que la luna está ahora mas tensa que nunca. Escupo la colilla de mi cigarrillo que ya casi quemaba mi boca, pero una chispa logró colarse hasta lo más íntimo de mis entrañas.
-Es hora de volver al trabajo. –te contesto. Tú te quedas pensativa y me preguntas “¿será que cuando en el trabajo se esfuerza el espíritu, se hacen ampollas en el alma?”.
Te contesté con una tormenta de besos que se colaron por debajo de tus sábanas. A partir de ese momento, te lo juro pequeña, lo quise. Quise abrazarte, quise que mi alma traspasara a mi cuerpo y se encontrara con la tuya, allá en el mismo lugar donde tu príncipe del desierto te degolló a la rutina enfrente de tu cara. De verdad, pequeña, que puse mi esencia en cada beso, cada caricia, cada lágrima que bajaba por mi rostro y se encontraba con los vicios que aprendiste en los escritorios cubiertos de rosas. Pero cuando los ermitaños que habitan en las cuevas de tu cuerpo expulsaron a los espíritus del mío, sin moverte un centímetro viajaste lejos de mí, cubriendo tu piel con cellisca y polvo de estrellas, mientras repetías a cada instante tus monótonos quejidos. Ahora me doy cuenta que ya no era suficiente que los musitaras puesto que de nuevo estabas allá, en el infernal oasis de tus sueños rotos, mientras mi corazón era atravesado por la octava dolorosa de la Prima Donna de la ópera, que llegaba a su momento de total éxtasis y exaltación. Absit a vobis ira et odium!
Señor juez, se lo juro que no sé que paso conmigo en ese momento. En la misma medida en que se había helado mi sangre, en mis ojos empezaron a arder mis lágrimas, como arden las esperanzas que llevan mucho tiempo hirviendo en lo más íntimo de nuestros seres. De verdad Su Señoría que quise aplacar la mirada que ya empezaba a humedecerse con fuego. Corrí hacia la botella de vino y al tratar de servirme otra copa, lo único que salió fue arena, arena delgada y liviana que se fue flotando en la brisa, hasta derramarse burlona sobre las monedas gastadas que estaban junto a los pies de mi amada. Arrebatado por la ira tomé aquel vil frasco y lo arrojé directo a su cabeza, en donde se partió en mil pedazos que salieron volando como luciérnagas, y ni aún así logré despertarla.
-¡¡¡Perra!!! –gritaba yo totalmente exacerbado. Corría de un lado a otra de la habitación haciendo lo posible, pisando el territorio de lo inhumano, para contener mis lágrimas. Pasé por su lado, tomé el dinero y lo froté contra su rostro, mientras ya empezaba a sentir a mis mejillas ardiendo. Fui hacia un lado de su cama y vi como arrugaba la cara, mientras yo me sentaba en el piso a buscar debajo de ella los pedazos del bienhechor de mis latidos.
-¿Cuándo llegara el día, pequeña, en que la vida no ponga rostros de oro en el medio de nosotros? –repetía una y otra vez, con la voz quebrada por el llanto. -¿Por qué te limitas a abrir las alas de tu lujuria, mi pequeña? ¿Por qué no bajas tus manos por mi alma?
Luego de decirle estas palabras, tomé mi cabeza y empecé a llorar como un niño, derramando ya sin reparo a través de mis rodillas mis lágrimas de fuego, que poco a poco fueron encendiendo las alfombras, las cortinas y las sábanas que la envolvían. Sólo cuando ya estaba totalmente envuelta por la inflamación de mis pesares, fue que pudo reaccionar y abrirse paso de nuevo entre la conciencia de mi dolor. Miró con sus ojos de niña a las llamas que profanaban su promiscuidad y con gesto eternamente despectivo y sin alterarse más que aquel día en que la golpeó un ángel, me dijo con voz espesa:
-¿No te advertí que nunca lloraras por mí?
La luna subió más y más por el cielo, arrastrando estrellas a su paso. Salí del hotel, caminando como sonámbulo, con mi ropa rasgada y mi cara aún enrojecida. A cada paso chapoteaba lastimeramente sobre los restos de sol derretido, que ya empezaban a secarse, lo que no impedía que en algunos charcos pudiera ver como se reflejaba el infierno en que se había convertido nuestra habitación. La gente llegaba volando como mariposas, para posarse sobre las ramas de jengibre que crecían en el jardín de mis sueños, mirando casi con tristeza al rojo y brillante espectáculo a mis espaldas. Cuando pasé junto a ellos escuché que comentaban:
-¿Qué crees que haya sido? ¿un escape de vida o un corto de sangre?
- No sé -contestaba otra voz impersonalmente. -Aunque a mi me parece más un parto imposible, el fruto del dolor de una criatura que murió antes de haber nacido...
Ahora, en este desecho de minuto en que estoy viviendo, yo le pido a Su Señoría que pronuncie mi sentencia. Lo lógico es que mi defensa hubiera servido de algo ahora que subí al banquillo de los desterrados, pero ya es mi costumbre llegar cuando el tren de la razón ha partido entre vapores. No se cohíba, sé que siempre estaré en algún extremo de la balanza, pero no me importa, dígamelo ahora al mismo tiempo que aquella maldita ríe, aunque cree que yo no lo noto a través del hielo. Dígalo ahora, aunque en su banalidad ya puedo descubrir que no levantará cargos, porque sabe que mi sentencia está cumplida. Abra su boca, señor juez, y déjeme saber que nunca me dará el placer de encerrarme en las mazmorras del olvido, que dejará que salga de esta corte para ir a la taberna mas cercana, comprar un vino seco y tinto, y visitar la hostería de la Cruz del Sur. Ahí ya saben cuales son mis gustos, ya soy tan buen cliente, que sé que al oír el lamento de los goznes encontraré una copa, una ópera y a mil leguas de distancia, un cuerpo sobre mi lecho de nieve, desnudo como mi vergüenza.
Fin |