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Hubo varios años en que me creí un ser al cual le habían practicado una vasectomía en su aparato reproductor de ideas. Cuando me sentaba frente a un pálido y manchado teclado de computadora, más de una vez me fui con las manos vacías y un sentimiento de ser una gran nulidad retórica. Hubo varios escritos productos de estos preliminares esfuerzos, de los que jamás me arrepiento, puesto que fueron unas “primeras expediciones” a este nuevo mundo que estaba ansioso por descubrir. Pero más allá de esas pueriles letras, la verdad es que tenía ese vacío quemándome dentro de mí, esa pregunta que se retorcía cual serpiente traviesa, que curiosamente mordía con su cabeza y su cola. ¿Sería yo capaz de tomar un simple y perturbador papel en blanco y dejarlo convertido en una historia coherente, aunque fuera en el menor sentido de esa palabra? ¿podría yo tender el lecho donde mi imaginación y mis manos por fin se descohibieran e hicieran el amor? (gracias a Dios, tiempo después, pude comprobar que resultaron ser de sexos opuestos y heterosexuales). Varias veces me levanté resignado a que jamás podría hacerlo.

Ya mi vocación de escritor estaba guardada debajo de mi cama, con mi cámara reflex, mis partituras de piano y los acetatos de Silvio Rodríguez. Pasó el tiempo y ya jamás sostuve un lápiz en mi mano si no era para hacer unos asientos contables o no encendí mi computadora sino para usar unas hojas de cálculo. Pero un día, sin más ni mas, me cayó la musa de golpe, así como si viniera volando distraída y se hubiera tropezado conmigo de frente, llevándonos un encontronazo con el cual caímos al piso y rodamos varios metros, hasta que mi torpe inspiración se pudo incorporar, quitándose su manto y vestidos de encima de la cabeza y yo trataba de orientarme entre los muebles que daban vuelta a mi alrededor, después de nuestro embarazoso impacto. Si la hubiera estado esperando de seguro no habría ocurrido esa escena tan ridícula, pero ¿quién iba a pensar que llegaría mientras estaba alienado de la creatividad, frente al televisor?. Cuando ya estaba recuperado y planteaba el ambiente de mi primer personaje de mi primer cuento, me convencí de que a este agazapado aparato deberían ponerle una advertencia similar a la de los cigarrillos: “se ha determinado que el ver T.V. es nocivo para la inteligencia” y para crear un mayor impacto visual, convendría acompañarla con una imagen de un hombre babeando frente a una pantalla, mientras en su cabeza abierta se pudiera apreciar un hámster dormido sobre su rueda de juegos.

En fín, en mi primer relato, un hombre viajaba solitario por Venezuela, con hambre y con rabia, combinación bastante estresante. ¿Por lo páramos?... sí, que viajara de Trujillo a Mérida, con frío, con neblina, en una tarde gris y que tuviera una historia oscura pero con un inicio feliz. Total, no he encontrado el primer cielo, por muy azul y claro que sea, que jamás en su vida se haya tornado negro y helado. La noche es inevitable, es un mal necesario. Pero no por eso deja de tener su lado hermoso, su cautivante misterio. Ella es el altar donde se esconde un cáliz al cual apenas alcanzamos a ver desde afuera, cáliz que le causa tal curiosidad a la naturaleza humana que incontables personas han halado y halado este altar hasta que terminan derramando encima de ellos la misteriosa copa, llenando sus cabezas con sangre, mierda, o simplemente almíbar de ajo, todo depende de lo oscuro de las sombras.

Cuando expuse -con otras palabras- esta expectante filosofía en aquel cuento, iba sintiendo como uno a uno belzebut, leviathan, astarot y elimí se alejaban de mi lado. Ya había terminado una historia, ya sabía que no era verdad lo que aquellos infelices me decían al oído cada vez que me sentaba, ideas en mano. Y así se despertó definitivamente el apetito de lanzar mi caña en este mundo claroscuro y pescar alguna historia para limpiarla y destriparla en las blanquísimas hojas, que ya no eran tan perturbadoras. A veces sentía como si fuera un escultor y que esos papeles eran el bloque amorfo que de un cincelazo, casi por intervención divina, se abría y dejaba al descubierto esa imagen tan parecida a lo que gritaba en las prisiones de mi cerebro. En otras oportunidades las historias se ponían testarudas e intransigentes, como si yo estuviera en la noche de bodas de alguna damisela pudorosa, que no quisiera mostrar su cuerpo desnudo sino después de varias y excitantes sesiones de seducción. Hoy, que ya puedo hacer esto con cierta frecuencia y desechar la estúpida resignación que alguna vez me tuvo agarrado por los tobillos, entiendo por qué antes no pude pasar más allá del primer párrafo cuando comenzada a escribir algo. Sé que Dios, en una de sus curiosas pero siempre efectivas artimañas supo lanzarme a aquella musa distraída en el justo momento en el que ya empezaba por secarse por completo el pozo donde manaba el sentido del vivir, de mi vivir. Momentos en que me levantaba por la mañana y el peso del vacío me aplastaba sobre mi cama, riéndose de mis lamentables esfuerzos por salir de ella. Momentos en que salía a la calle y me provocaba regar napalm en los ductos de aire acondicionado de los inmensos, fríos y grises edificios. Días que finalizaba con un necio deseo de apretar a fondo el acelerador de mi carro y tratar de atravesar alguna pared, a ver si dentro de ella encontraba aquel portal dimensional que me transportaría en primera clase hacia un mundo paralelo, donde sintiera que por mis venas corría sangre y no agua desoxigenada. Noches en que cierta comadrona de la oscuridad me garantizaba que una extraña mezcla de pastillas desconocidas y licor barato, eran el mejor analgésico para el dolor de alma. Era el candidato perfecto para que Herman Hesse desde el más allá me adoptara de un plumazo.

Entonces, ahí fue cuando apareció la siempre bienvenida inspiración, que me tomó de la cabeza y me lanzó violentamente hacia lo hermoso de lo cotidiano y de lo a veces inevitablemente repugnante, fuera como fuera. En su extraño trance me mostró a un recogelatas feliz, en medio de la basura y la peste. Me enseñó que los ascensoristas también son capaces de soñar o que un cajero de banco disfrutaba con igual satisfacción de un frío vaso de agua. Pude ver el microscópico brillo en los ojos del indigente trabado que se monta en el bus, a recitar su conocida fórmula: “señores pasajeros, disculpen que les robe un minuto de su tiempo”. Casi pude tomar con la mano el rápido segundo de ilusión de la puta que se acercaba a la ventanilla del automóvil de su primer cliente de la noche. Y descubrí que ese débil y casi oculto vestigio de belleza hacía que todo el grotesco conjunto resplandeciera, así como la casa del tesoro oculto, donde transcurrió la infancia del aviador de El Principito.

No faltará quien diga que ya me volví loco y empiezo a tener visiones, gracias a la fiebre amarillenta que pesqué en esta selva de concreto, después de que me picaron desde lejos decenas de mosquitos disfrazados de empleados funerarios. Pero yo digo que si esa es la forma de ver el mísero granito de sal en este vasto mar agridulce, entonces que vengan los psiquiatras forenses a encerrarme de nuevo en mi cuerpo. Eso sí: si estas líneas cayeron en los ojos de alguno de estos detestables seres, les advierto que antes de aprehenderme deben saber que no estuve loco aquel día en que la lluvia me alegró, en el que un angelito rebelde corrió hacia mi con los brazos abiertos, tampoco lo estaba aquella vez que me fumé un cigarrillo junto a un charco de aceite, ni mucho menos en aquellas navidades en que al fin los insultos y las humillaciones cesaron, aunque fuera por esas horas cubiertas de maíz humedecido. Que les quede claro que mi obstinación consistirá en que de una u otra forma, loco o no; siempre hallaré la forma de encontrar lo horriblemente bello o magníficamente horrible, aunque ya sé bien que quizá tenga que buscarlo bajo una montaña de mortecina o de un suave manto de duraznos.

Confieso que para eso aun me falta mucha experiencia en ese sitio que está de espaldas al mundo y de frente al teclado, pero hubo un día, hace poco, en que sonó mi despertador con esa melodía que aún no doy cual es, y yo lo apagué rápido, estirando mi mano desde mis cobijas. Luego asomé los ojos y no vi a ningún hombrecillo verde rondando mi cama, entonces descubrí por completo mi cabeza y me levanté y el aire tuvo un aroma completamente nuevo: era una hoja de uno de mis escritos que estaba debajo de mi colchón. Eso ya es algo ¿no?.

Texto agregado el 20-05-2004, y leído por 866 visitantes. (1 voto)


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