Había momentos en que solo salían agónicos gritos de su delgadísima garganta y regordeto cuerpo. Agónicos, sufría. Es que cuando inexpertas manos la acarician, cómo no va a llorar un ángel. Le dolía tanto como a mí. Sangraban mis oídos y mis ojos por sus delicadas curvas enfurecidas. Estaba siendo violada, como si fuese una vulgar y clásica cualquiera.

Había ratos en que los mismos dioses y demonios envidiaban su cadencioso canto, su sensual juego de sonidos, su sensual movimiento. Cantaba en una explosión de sentimientos, de gritos, de reprimidas palabras. Delirantes distorsiones volvían aún más veloces sus armónicos sonidos. Rápido y más rápido. Estaba despierta, estaba más viva que cualquier humano en la tierra. Incluso me recordó que también vivía, que no era solo una parte de ella. Ya tantos años con una de esas en el regazo, se me olvida que no somos una.

Era ella, el amor de cuantos millones de hombres. La amante perfecta, la mejor seductora de oriente y occidente. Era ella, el deseo e ícono de cuantas mujeres. Era ella, una como tantas y únicas. Era ella, era mía y de todos. Era ella, con su excitante y pasional existir, con su extática presencia y delicioso constante presente. Era una guitarra eléctrica colgada en una tienda de música. Esperaba hasta que la probó el indicado. Solo ahí se dio el cuadro ya descrito, solo ahí ella se dejo manejar.Era ella la que hacía vibrar cada músculo de mi débil cuerpo, eran mis brazos su nuevo mundo. Era yo quien la hacía gemir los más melódicos susurros, eran mis dedos los que acariciaban y la hacían volar.

Les juro, lectores, que cada una tiene vida propia, sufre y goza tanto como cualquier mujer.