LOBOS
margarita-zamudio
Aquel verano me dejó en la memoria una huella imborrable. Mis hermanos y yo teníamos esa edad en la que todo es bello, misterioso y pleno de posibilidades. Veraneábamos en uno de esos cortijos andaluces en lo que todas las cosas fluían alrededor del trabajo cotidiano. El cortijo, como una pequeña ciudad se autoabastecía de todo lo necesario para vivir. La carne, los huevos, las frutas y las hortalizas salían de sus rebaños y de sus huertas.
Un amigo de mi padre nos prestó la casona para que pasáramos en ella todo el verano. Mis hermanos y yo éramos todo lo felices que pueden ser unos niños que se sienten libres del encierro al que la urbe te obliga.
Teníamos una alberca para bañarnos, campos donde correr sin el peligro de un automóvil y aventuras que vivir entre los cobertizos, pastizales y rebaños.
Pero las noches…eran otra cosa. Aullaban los lobos. Varios, como si hablaran entre ellos, como si se contestaran, como si se tratara de un lenguaje, porque llegué a reconocer que sus aullidos eran diferentes en cada individuo. Se me erizaba los vellos de los brazos, pero mi terror se mezclaba con una especie de fascinación: en todos los caseríos del entorno existía una leyenda. Ésta consistía en que si alguien tenía la mala suerte de ver un lobo, primero se le ponía los pelos de punta, especialmente los de la cabeza, y luego, si salía vivo de la experiencia, se convertía en un “alobao”, es decir, en una especie de zombi, un estúpido cuya baba le chorreaba por las comisuras de la boca, y para siempre.
Una mañana apareció muerto un burro. Los lobos, parece ser, no habían dejado de él más que hueso y pellejo. Al dueño del animal no se le ocurrió pensar que la culpa había sido suya por haber dejado al asno con las manos—así se dice, manos—trabadas con una soga. Además, como el verano empezaba a despedirse, lo hizo con lluvia, un a fina lluvia que obligó a más de uno a sacar su “paraguas”. Por lo tanto, organizó una batida para matar al animal, pues se decía que el culpable era el lobo alfa de la manada, un ejemplar fuerte y grande. Esa noche se oyeron alaridos humanos, aullidos de lobos, disparos de escopetas y el chisporroteo de las antorchas bajo la lluvia que hizo apagar más de una. No pudimos dormir.
Por la mañana, muy temprano, salimos todos, niños y mayores, a contemplar la procesión que se formó ante nuestros ojos: una fila de hombres sudorosos que gritaban como vencedores de una batalla, y delante, sobre una mula, el cuerpo lánguido y sangrante de un enorme lobo: fue “la primera vez que vi la crueldad y estupidez de algunos hombres”.
Sólo sentí una pena, un desgarro en mis entrañas ante la muerte de tanta belleza.
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EL PARAGUAS DE LA ABUELA
avefenixazul
“La primera vez que la vi” vestía una túnica negra y el único afeite – si se quiere llamarlo así- que tenía, era la larga guadaña que en sus manos huesudas no podía simbolizar nada más que el último corte que tendría mi vida.
Desde que podía recordar, nunca le tuve miedo. Más bien diría yo que siempre quise conocerla y saber más de ella. Por eso, aquella primera noche de enero, ella estuvo más sorprendida que yo. Mi intuición me había advertido que esa sería una noche muy especial, pero no contaba con que tal vez sería la última. Si bien no temía morir, tampoco tenía apuro de dejar este mundo; por eso sin dejar de mirarle le dije:
-Al fin vienes.
No puedo describir su sorpresa, por que he de confesar que sus huesos faciales pueden expresar: asombro, ternura, coraje. Y en su desdentada boca se puede dibujar una sonrisa.
Junto a la cabecera de la cama dormía mi fiel perro. Aún antes de que yo la advirtiera, Goliat, como se llamaba mi dogo, lo hizo, los pelos del morro estaban parados como agujas y su ladrido más que lastimero era terrorífico. El pobre “animal” temblaba, había dejado de ladrar y ovillado debajo de la cama aparentemente esperaba su fin.
Me puse en pie lentamente y avancé hacia su encuentro, nos medimos con la mirada. Rodeé su cuerpo para verla entera. Olía a flores muertas y olvido.
Le pregunté:
-¿Vienes por mi?
-¿A qué si no vendría? Y su tono de voz tenía un retintín de ironía.
-Déjame conocerte primero-le dije-
Se sorprendió. No esperaba que un insolente jovenzuelo le propusiera semejante despropósito.
-Ya me conoces-me dijo
-No, apenas te he visto-le dije. Quiero saber si ríes, si cantas, si amas. Si tienes la vida en tus manos o sólo la muerte.
Se sonrió y me dijo:
- En el libro de vida que se entrega a cada mortal, vienen contadas las páginas que ocupará con su historia, y al final, escrita con tinta de plata está la fecha en que he de venir por su alma.
-¿Nadie puede negociar contigo la partida? –le pregunté
- La fecha está escrita, te lo he dicho-contestó
Me atreví a decirle que la guadaña estaba pasada de moda. Me acerqué al armario de recuerdos de mi abuela y sacando un “paraguas” considerado como una joya familiar le entregue diciendo;
-Toma, la gente no tendrá tanto miedo de partir si cambias la guadaña por esto. Saqué también un sombrero muy coqueto y unos guantes de cuero.
Con curiosidad espiaba dentro del armario, pero yo lo había cerrado ya.
-Muéstrame mi libro de vida –le dije-
Así lo hizo. Se leía: 1 de enero del 2003. Mientras entretuve a la muerte con mi conversación y las cosas de la abuela, había llegado la madrugada del 2 de enero y al cambiar el día, había burlado la primera de mis muertes…
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